martes, 25 de octubre de 2011

VIVIR ENTRE UN MICRÓFONO Y UN FUSIL

Por Josefina Salomon

Dice que tiene 30 años, aunque no está seguro cuándo nació. A los nueve aprendió a usar un fusil de ataque ruso en Sudán. A los 15, comió chocolate por primera vez y a los veintitantos tocó en Live8 en Londres. Vivió todo y sobrevivió para contarlo.





Llega tarde, una hora tarde, aunque eso es lo único que Emmanuel Jal – el rapero Sudanés a quien Peter Gabriel apodó “el nuevo Bob Marley” – tiene de celebridad.

Cruza la puerta del Pub londinense solo, sin manager o publicista, sortea los varios cochecitos de bebé que inundan el lugar y se dirige casi automáticamente al bar – es que aquí así se estila, cada uno se busca lo que quiere.

“Un vino tinto con coca”, le dice a la camarera, quien lo mira sorprendida por el pedido y no reconoce a una celebridad cuando la tiene enfrente.

“Es una bebida típica de Sudán,” explica el rapero con un tono paciente, como intentando convencerla. “Deberías probarla”.

La camarera no responde. Apenas atina a traer dos vasos de la bebida que pensé era únicamente famosa en Argentina a la pequeña mesa donde nos sentamos, en la esquina del bar, entre los bebes que gritan y los freelancers que teclean en sus computadoras de la manzanita como si fuera su último día de vida.

Emmanuel sonríe, como ignorando la situación, la de la camarera, a los bebés y a los freelancers. Esta acostumbrado a que no lo entiendan.

“Llegué tarde, disculpas, es que mi manager confundió la agenda y hace 10 minutos me dijo que viniera corriendo para acá”, me dice, tranquilo, con un tono que, más tarde me doy cuenta, es su “marca registrada”. Se explica mientras toma el vino con coca de a sorbitos, agarrando el vaso con las dos manos, como si fuera de café con leche.

“Argentina!, Maradona, Messi!!”, sigue, como rompiendo el hielo, tratando de convencerme. “Me gusta mucho el futbol y en Argentina son buenos! Pero qué pasó en Sudáfrica?”. Se ríe.

Me acuerdo de lo que pasó hace más de un año, pero no se mucho más de fútbol que Messi y Maradona. No mucho más que él. Aunque el mínimo conocimiento sobre el fútbol es lo único que tenemos en común.

Es un artista que no actúa como celebridad. Un rapero sencillo, sereno, pensativo, interesado en la política internacional y sin entourage a la vista. En sus letras, no habla de chicas con poca ropa, ni de drogas, ni de plata. No lleva enormes cadenas de oro, ni remeras varias tallas más grandes de lo que necesita, ni los pantalones por el piso.

Comparte el escenario con titanes de la música como Peter Gabriel y es consultado por lideres internacionales, en sus lujosas oficinas y frente a la Asamblea de Naciones Unidas, aunque poco tiene que ver con Bono, Bob Geldorf o Sting.

Es que Emmanuel Jal no es una simple estrella.

De hecho, no nació Emmanuel ni sabe exactamente cuántos años tiene – su certificado de nacimiento se perdió, junto a su familia, en la guerra que azotó Sudan durante gran parte de los 80’s y 90’s -- un enfrentamiento entre los musulmanes del norte y los cristianos del sur que hoy devino en lo que es, efectivamente, la independencia de los segundos.

Lo que sabe es que nació Jal Jok, hace aproximadamente 30 años, en una pequeña aldea en el sur de Sudán y que antes de entender lo que pasaba en su país, alguien le había puesto un fusil ruso AK-47 en las manos, convirtiéndolo automáticamente en lo que las Naciones Unidas llaman “niño soldado”.

Sudan Boy
La primera vez que Emmanuel sostuvo una AK47 tenía nueve años. El arma Rusa era varios centímetros más alta que él y aunque difícilmente lograba maniobrarla, era su orgullo: ya era un hombre y tenía en sus manos la responsabilidad de salvar a su país de quienes, le habían dicho, eran sus enemigos.

“Los enemigos eran los musulmanes que controlaban todo el sur de mi país, donde los cristianos vivíamos y una zona, claro, rica en petróleo,” dice Jal, hijo de una enfermera cristiana y un comandante del Ejercito de Liberación de las Personas de Sudán, el principal grupo rebelde local.

Emmanuel se transforma frente a mis ojos casi automáticamente cuando empieza a hablar de lo que hoy llama “su pasado”.

Le cambia la expresión, se pone nervioso, se le endurece el gesto, se mueve en el sillón en el que se sienta, como si le resultara imposible encontrar una posición cómoda, toma tragos cortos de la bebida que pidió, se toca las pequeñas rastas oxigenadas, mira hacia todos lados.

Ya no me mira. Como si supiera que llega el momento de hablar sobre lo que no quiere.

Sabe que todos quieren saber sobre “eso”, que es famoso por “eso”, y que todos quieren hablar sobre su pasado aun cuando el sólo quiere mirar hacia el futuro.

“Lo que esta ahí escrito, cada detalle me hizo sufrir”, dice señalando el libro que descansa en la mesa donde tomamos un vino con coca, en el norte de Londres, con una foto suya en la portada.

“Cada día que escribía una parte, terminaba con sangre que me caía de la nariz y pesadillas, muchas pesadillas”.

El libro “War Child” – niño de la guerra -- , escrito hace poco más de un año, relata con tremendo detalle cada uno de los abusos por los tuvo que vivir en su larguísima carrera de niño soldado a rapero.

“Hay dos cosas a las que no podía acostumbrarme cuando era niño: una era esperar que llegara la guerra y la otra era la muerte. Los muertos estaban en todos lados – esqueletos que nadie enterraba, gente con marcas de balas en el cuerpo y cuerpos quemados”.

La historia comienza cuando Emmanuel había cumplido ocho años, cuando los soldados rebeldes lo llevaron, con la promesa de una educación, a un campo de refugiados varios cientos de kilómetros lejos de su aldea. De las 80,000 personas que vivían en el lugar que era telón de fondo de los documentales de Live Aid, sin comida y casi sin asistencia, 10,000 eran niños.

Pobreza, soledad y miedo eran los ingredientes perfectos para reclutar niños al ejército rebelde.

Los mayores entrenaron a chicos como él en el arte de la batalla. Les enseñaron a llevar una AK47, a cuidarla como a su mejor amigo, a desarmarla, limpiarla y armarla, apuntar y disparar. A dormir con un ojo abierto, a luchar, a correr con una ametralladora más grande que ellos, a no llorar aun cuando lo desearan más que a nada. Les mostraron como matar con balas, con machetes, con piedras, con las manos y con los dientes.

Les dijeron que desde entonces lo único que debía importarles era asesinar a sus enemigos.

“Se siente mucho odio, te sentís triste, lloras, extrañas a tu familia, te enojas con dios y con todo, hasta te preguntas si dios realmente existe”, dice Emmanuel, enojado. “Y todo eso te lleva a querer participar en la guerra, matar a los que, te dicen, son responsables de todo eso”.

Emmanuel me cuenta cada una de sus historias y anécdotas como si hubieran ocurrido hace minutos. Dice no recordar fechas exactas pero puede nombrar a cada una de las personas que conoció durante aquellos años, los que estuvieron de su lado y del otro, a quienes ayudó y a quienes asesinó.

Los relatos viran entre la verborragia de quien tiene mucho para decir, pausas en las que me pregunto si esta visualizando lo que cuenta, y momentos de risas, de bromas en las que su cara muestra la expresión de quien cuenta lo ya vivido como algo pasado, que no tiene que volver a vivirse.

Es difícil asociar a “ese” Emmanuel con este. Al que desde el sillón habla moviendo las manos sin parar, que revisa su celular “inteligente” varias veces por hora, manda mensajes y atiende alguna llamada y canta con “aquel”, el que no sabe a cuántas personas asesinó, al que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para sobrevivir.

A veces habla de la guerra como de un juego, una aventura. Otras, relata episodios y se va a otro lugar, se le pierde la mirada en el horizonte que existe más allá de la pared del Pub y relata con detalle descriptivo el momento más duro que le tocó vivir.

Se que este será el relato más difícil. Lo se porque alguien ya me lo había contado. Es que Emmanuel conoce a mucha gente. Desde que logró escapar del infierno de la guerra que trabaja con organizaciones internacionales de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacional para crear consciencia sobre los problemas de Sudán.

Todos tienen nada más que elogios hacia Emmanuel. Dicen que no hay muchas historias como las de él, historias de jóvenes que fueron forzados a participar en guerras que han logrado rehacer sus vidas.

El desierto
Las dos docenas de niños y adultos que iban con Emmanuel estaban acostumbrados a caminar, pero esto era algo más. Habían pasado varios años de guerra, de muerte y los rebeldes se dividieron en dos grupos.

Unos estaban bajo el mando de John Garang, quien buscaba victoria rebelde sobre todo el país, aun si eso significaba estar en una guerra constante, la otra parte, bajo el mando de Riek, se conformaba con la independencia del sur de Sudán.

El desierto que los llevaría hacia Waat, en la frontera con Kenia, se posaba frente a ellos como un temerario Golliat frente a esas dos docenas de Davides, grandes y pequeños, pero todos desnutridos Davides. Emprendieron el camino con la promesa que del otro lado habrían más soldados de su lado, comida, educación, y, tal vez, sus familias.

“Caminábamos en largas filas, paso a paso, uno detrás del otro, el desierto era infinito. Nos decían que no miráramos hacia atrás. Con la falta de agua y comida, la fila se hacia cada vez mas corta”, relata.

“Algunos se intoxicaron por comer cualquier cosa y todos nos volvimos más débiles mientras caminábamos, las panzas nos crecieron y se nos notaban los huesos”.

Emmanuel viajaba con dos de sus más cercanos amigos, Luam y Lual, dos chicos no mucho más grandes en edad que él. Entre los tres corrían detrás de cualquier animal que pudieran encontrar. Ratas, serpientes, pájaros. Cualquier cosa era alimento. Sacaban liquido de las raíces de las pocas plantas que habían pero el sol del desierto no tenía piedad.

“Lo más difícil de todo eso fue cuando mi amigo Luam se enfermó, es que es que no quería alimentarse con ratas. En un momento estábamos ambos tirados bajo un tronco, me acerqué a él y olía a carne. La boca se me llenó de saliva”.

En un último intento desesperado, pidió a dios que le trajera algo de comer antes de obligarlo a alimentarse de su amigo. Unas horas más tarde, otro niño, antes de morir, logró matar un pájaro, que cayó junto a Emmanuel.

Un puñado de soldados y niños sobrevivieron el camino hasta un nuevo campo de refugiados.

Un ángel ara su soledad
Emmanuel habla despacio, en voz baja. Explica con muchas palabras cada cosa que dice y acentúa las más graves que pronuncia en cada oración, en un inglés perfecto que aprendió de la mano de trabajadoras humanitarias como Emma MacCun, una inglesa que lo adoptó y sacó del país.

Hablar de Emma le llena los ojos de lagrimas, lo pone nervioso. Pide otra bebida. Me responde como si casi hubiera perdido la paciencia. Como si esa parte de la historia, fuera solo suya.

- ¿Qué querés saber de Emma?, dice, casi con desconfianza.

- ¿Cómo era, cómo la conociste, cómo te cambió la vida?

- Emma fue como un ángel para mi, me salvó la vida. Estoy acá gracias a ella.

Emmanuel habla de Emma, sólo de ella y no de las organizaciones para las que la inglesa trabajaba. Explica su experiencia con ella como el capítulo más feliz de su vida. Es que Emmanuel habla de sus años en capítulos: cuando era chico y vivía con su madre, una enfermera y corista de la iglesia local, cuando lo llevaron los soldados con la promesa de una educación, cuando se convirtió en un soldado y asesinó, y cuando volvió al que llama “el mundo”.

Ese mundo es al que llegó con la trabajadora humanitaria, escondido en un avión destartalado que llevaba soldados, oficiales y, su nueva vida, a Kenia.

“En Kenia todo era nuevo para mi”, recuerda. “El jabón, el baño, el chocolate, el mar, la escuela, todo era una aventura”.

“Aunque todavía quería matar gente, matar musulmanes. Mi idea era robar un avión y regresar a Sudán. Tenía 13 años. Pero cuando fui a la escuela, las cosas cambiaron, aprendí a leer, descubrí el Internet, conocí a muchos musulmanes buenos. Leí el Corán y la Biblia. Me dí cuenta que la gente había manipulado muchas cosas”.

Emmanuel no está solo. Según organizaciones de derechos humanos como “War Child”, y Unicef, aun hoy, cientos de miles de niños son obligados a participar de conflictos armados alrededor del mundo.

Los expertos apuntan a que lo más problemático en estos casos es que a estos niños les es extremadamente difícil incorporarse a algún tipo de normalidad, lidiar con lo que les ocurrió, con lo que fueron obligados a hacer y que la cantidad de organizaciones y países dispuestos a ayudar a niños que cometieron los más impensables crímenes es, minima.

El dilema, dicen, es que hacer con niños que cometen crímenes como asesinatos y torturas durante guerras en las que fueron obligados a participar.

De un lado, están los que creen que estos ex-guerreros deberían ser juzgados como adultos, como en el caso de Omar Khadr, recientemente sentenciado en Guantánamo a 40 años en prisión por el asesinato de un soldado norteamericano en Afganistán, cuando tenía 15 años. Otros dicen que estos menores son obligados a cometer crímenes y que deberían ser protegidos y rehabilitados.

Para Emmanuel, la única ayuda que había llegado en la forma de Emma desapareció cuando la inglesa murió en un accidente automovilístico. Nuevamente solo, en un país extranjero y sin posibilidad de regresar a su Sudán, donde la guerra todavía corría, vivió en villas miserias, luchó por estudiar y comenzó a explorar su amor por la música.

“Me metí en el tema de la música cuando estaba en Kenia, pero entonces no sabía que iba a llegar a ningún lado, lo hacía sólo para divertirme. Hacíamos recitales para juntar dinero para que los chicos de la calle pudieran estudiar”, dice, riéndose, mostrando su otra cara.

Entonces nadie más que un puñado de trabajadores humanitarios sabían quien era. Hoy, todos lo describen de la misma forma.

“Alguien especial, con mucho talento”, me dice una trabajadora humanitaria. “El próximo Bob Marley”, sentencia Peter Gabriel. “Alguien que usa su estilo de música único de una forma particularmente positiva,” opina la gente de Oxfam.

Parece que nadie tiene nada malo que decir de este ex soldado que era muy joven para saber si quería serlo.

La AK-47 por un micrófono
Decenas de miles de personas esperan ansiosas el recital. Quien toca es una de las más famosos estrellas de la música, la mismísima reina del pop se contornea en el escenario al ritmo de sus propios ritmos y de algunos más africanos, de donde ahora se siente bastante más cerca.

Algunos metros más allá, Emmanuel trata de contar con música lo que, hasta entonces, pocos sabían de él.

“Creo que sobreviví por una razón / para contar mi historia / para tocar la vida de otros / toda la gente que lucha por allá / las tormentas sólo duran por un tiempo”.

La canción de llama “War Child” (niño de la guerra) y es uno de los temas que lo catapultó a la fama hace casi 10 años.

Para los británicos, fue amor a primera vista. La historia perfecta. El cuento de hadas con final feliz.

Un álbum lleno de temas que cuentan, en rito de rap y hip hop, la realidad de uno de los países africanos más golpeados por la guerra: “Obligado a pecar”, “muchos ríos por cruzar”, “La sombra de la muerte”, “Emma” y “Vagina”, en la que relata la violación de una de sus tías, la que presenció cuando era apenas un niño.

“Para mi, la música se convirtió en un remedio contra el dolor. Curaba el dolor que sentía y mantenía mi mente ocupada. También comencé a usarla como una forma de comunicar mi historia, lo que me había pasado”.

Pero, ¿Cómo se sobrevive todo aquello?

“He estado en situaciones terribles, he hecho cosas malas. Todavía tengo las imágenes de esas personas que me miran. Es como si no estuvieran muertos. Si sobrevivís todo aquello, no te lo perdonas. Nunca de podes olvidar de eso. Se que no estoy sólo, hay miles como yo”.

Hoy, tiene tres discos en su haber y la banda de sonido de la película “Diamante de Sangre”.

El último proyecto de Jal lo ha llevado a la actuación, cuando ganó un papel en una de las mayores producciones cinematográficas africanas.

“África United” (África Unida, en español), cuenta la historia de tres niños ruandeses que hacen todo lo posible por llegar a la ceremonia de apertura del Mundial de futbol de Sudáfrica. En el film, Emmanuel hace el papel de Tulu, el hermano mayor – y muy malo -- de uno de los niños que hace todo lo que puede para que los otros no cumplan su sueño.

“Actuar fue una experiencia genial, algo nuevo para mi. Hacer de alguien que no soy”, dice, mostrándome a un nuevo Emmanuel, el que no ha visto la guerra más allá que en las pantallas de televisión.

“Me encantó actuar, aunque la próxima vez me gustaría, por una vez, hacer de tipo bueno”, me dice, mientras bebe el último sorbo de su vino con coca.











JOSEFINA SALOMÓN (Buenos Aires, Argentina). 30 años, curiosa, contadora de historia, viajante, periodista. Llegó a Londres en 2003 con un bolso y un ticket para regresar a Buenos Aires seis meses más tarde. Aunque todavía vive en la capital Inglesa, cruza el Atlántico varias veces por año. Colabora con publicaciones europeas y Argentinas con historias que nadie más cuenta.






TRES DÍAS EN UN HOGAR MALAYO. Por Guido Piotrkowski


Crónica de un viaje a Malasia y la extraña aventura de convivir con una familia local, entre usos y costumbres del Islam.


GUIDO PIOTRKOWSKI (Argentina) Comenzó a viajar a los 18 años, cuando su curiosidad lo llevó hacia nuevos horizontes, y la necesidad de abarcarlos lo condujo hacia la fotografía. Al darse cuenta de que una foto no vale no lo mismo que mil palabras, creyó que unos cuantos caracteres más lo ayudarían, y resolvió que debía ser periodista. Hoy, se desempeña como fotógrafo y periodista free lance, y publica sus crónicas de viaje y fotografías en diversos medios de Argentina y el exterior.

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