martes, 25 de octubre de 2011

TRES DÍAS EN UN HOGAR MALAYO

Por Guido Piotrkowski


Crónica de un viaje a Malasia y la extraña aventura de convivir con una familia local, entre usos y costumbres del Islam.



Papá se llama Abdul. Y mamá, Azlina. Papá reza cinco veces al día, la primera antes del alba. Como renombrado arquitecto que es, tiene una confortable casa con detalles de estilo islámico y construyó un pequeño oratorio, Surau en malayo, frente a su residencia. “Tuve que excusarme del rezo de la tarde para venir a buscarlos”, confiesa papá en el auto camino al hogar, en un inglés básico, de marcado acento oriental arábigo.
-¿A quién pidió permiso?- pregunto. Papá alza la vista y apunta el dedo índice al cielo. En la radio, de fondo, suena el rezo vespertino. Los versos son multiplicados en los altavoces de las mezquitas de Terengannu, la ciudad musulmana por excelencia de este país cuya religión oficial es el Islam, dato que a los ojos del mundo parece pasar desapercibido. Claro, aquí no hay Al Qaedas ni Yihads, ni hombres bomba ni talibanes ni ocupaciones norteamericanas, ni jeques petroleros estrafalarios ni mujeres relegadas al ostracismo detrás de un velo.


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Papá no es mi padre, sino mi “foster parent”, quien me hospedó, junto a Esteban, que no es mi hermano sino un compañero de ruta, en esta urbe del este de Malasia, a 500 kilómetros de la capital Kuala Lumpur, en el marco del un programa gubernamental llamado Homestay, en el que los turistas viajan a convivir con familias locales.
Nuestra misión como periodistas: pasar tres días en su hogar experimentando la vida cotidiana de una familia malaya. Nos acompañan en la aventura dos colegas argentinos, Martín y Efraín, y el muy californiano Matt. Del otro lado del mundo llegaron chinos, coreanos, y reporteros locales cuyos nombres me fue imposible retener.
La bienvenida es a toda pompa. La base de operaciones del “Homestay” es una especie de barrio cerrado. Allí, una banda musical de niños ataviados en trajes típicos nos recibe al son de ensordecedoras melodías junto un puñado de mujeres enfundadas en túnicas celestes que nos arrojan flores a nuestro paso. “En mi vida me recibieron así”, me susurra Esteban, perplejo. Me siento entre Mick Jagger y un ridículo total. Los cuatro argentinos nos miramos, incrédulos, en medio de una lluvia de pétalos. Acto seguido: una serie de llamativos bailes tradicionales y un sinfín de discursos aburridos. Finalmente, nos llaman a un escenario para asignarnos nuestra familia malaya y presentarnos en sociedad, en medio de un aluvión de flashes. Otra vez la dicotomía entre el rock star y el ridículo bananero.


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Media tarde. Estamos agotados del viaje. Habíamos partido temprano desde la paradisíaca isla de Langkawi, breve escala en Kuala Lumpur, y otro vuelo hasta aquí. Hora de ir a casa –pienso-. Pero parece que aún no: papá y mamá invitan a un paseo por la playa, aunque la tormenta sea inminente. El auto de papá, un amplio Toyota cero kilómetro, está impecable. Mamá, cara redonda, pelo negro y ojos ligeramente achinados, arriesga una charla en su limitado inglés. Papá, bigote fino, tez morena y cabello oscuro entrecano, maneja y asiente, mirando de reojo por el retrovisor. La conversación se parece al teléfono descompuesto, un juego de niños en el que uno le dice al otro un secreto y así sucesivamente, hasta que el mensaje final llega totalmente distorsionado.
Nos detenemos frente a la playa. El Mar del Sur de China se ve marrón, casi como el Río de la Plata. Hay viento y está nublado, pero no hay grandes olas, aunque la región es azotada por los temibles monzones, esos vientos que pueden arrasar con todo entre diciembre y marzo, algo así como la versión asiática de los huracanes caribeños.
Ponemos un pie en la arena y comienza a llover, entonces nos refugiamos en un puesto callejero. Dos mujeres con sus respectivas criaturas venden Buah Jambu -una empalagosa mezcla de frutas gelatinosas- aderezado con Asam Boi -especie de azúcar marrón espesa-. Mamá les explica quiénes somos, de dónde venimos. “Aryentina, Messi, Maradona”, es lo único que logro entender. Las mujeres, tapadas de cabo a rabo con túnicas coloridas y pañuelo cubriéndoles la cabeza, sonríen tímidamente. Los niños no nos quitan la vista de encima. Me siento, otra vez, un bicho raro.


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Ahora sí –imploro a mí mismo- nos vamos a casa. Pero mamá menciona algo que, una vez más, no comprendemos. Intenta explicarlo con gestos y monosílabos en inglés. Lo único que entiendo es “baby”. Para entonces, el autazo está ingresando a un barrio humilde. Las casas son de madera y están elevadas sobre pilotes para protegerlas de las inundaciones. En las calles de tierra se repite una escena universal: niños jugando al fútbol.
Papá se detiene frente a una de las precarias viviendas. Nos quitamos las sandalias para entrar, una costumbre desparramada por todo Oriente. Amir, el padre de familia, me estrecha la mano derecha y se la lleva al pecho, a la altura del corazón. Es el saludo típico, una señal de respeto. Amir es flaco y fibroso como un espárrago, piel morena y cabello cortado al ras. Amir Sonríe. Todo el tiempo todos sonríen.
Sin embargo, aún no entendemos muy bien qué vinimos a hacer aquí. En el pequeño comedor, su esposa Nurul -tez aceitunada, pañuelo rojo en la cabeza, túnica a cuadros y jeans sueltos- acuna a tres bebés recién nacidos. “¿Nos trajeron a ver trillizos como atracción turística?”, pregunto, extrañado, a mi compañero. Las criaturas duermen juntas, plácidamente, en una ínfima hamaca de tela que cuelga del techo. Ensayo un intercambio de palabras con Nurul, la novel madre. Mamá Azlina intenta lucirse como traductora, pero la conversación no fluye demasiado. De todas maneras, alcanzo a interpretar que Amir es albañil, y que tienen tres hijos más.
Mamá está fascinada con los trillizos. Papá, mientras tanto, dialoga en la puerta con un familiar de Amir. Y yo, la verdad, no sé muy bien qué hacer. El espacio es reducido y somos muchos. Hay un aparador de madera abarrotado de objetos apoyado en la pared gris sin revocar y una televisión pequeña, vieja y también gris. Una cortina color rojo furioso separa el ambiente de la cocina. El resto de los niños, inquietos, van y vienen. Simulo un interés desmedido por los trillizos. Este no es, definitivamente, el exotismo que vine a buscar a Malasia.
Salimos a hacer fotos: Nurul con uno de los bebés. Nurul con la nena. Nurul con Amir. Nurul con Mamá. Todos con Nurul. Improvisamos un picadito con los niños y partimos al grito de Messi, Messi, Messi.


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Mamá y Papá parecen muy entusiasmados con nuestra visita. Sin embargo, ni ellos ni sus hijos se muestran curiosos. Llevamos un mate de regalo que se niegan a probar, y un libro de fotografías de nuestro país al que miran con desdén. Nuestras costumbres no parecen interesarles demasiado. Sin embargo, nosotros, que para algo viajamos más de 20 mil kilómetros, inquirimos acerca de su vida cotidiana, sus tradiciones, su vida. Ellos responden orgullosos, pero no hay nada acerca nuestro que parezca interesarles.
Mamá, como dictan las reglas del Islam, se cubre la cabeza con el hijab, el pañuelo tradicional que combina con amplios y estridentes vestidos hasta los tobillos. Es costurera, y promete regalarnos uno para nuestras mujeres. Samira, mi hermana postiza de 16 años, no parece muy feliz con nuestra estadía. Pasa el tiempo frente a un plasma gigante mirando bádminton, el deporte nacional. Están jugando el Mundial y no quiere perderse ni un detalle. Viste jeans y remera, tiene la cara redonda y los ojos ligeramente achinados como su madre. Nunca la veré usando el hijab, ya que nada compartiremos más que el hecho de estar sentados, casi mudos, frente a la gigantesca pantalla plana. Said, el hermano, es como una presencia fantasmal. Sabemos que existe, pero nunca lo vemos. Pasa el tiempo encerrado en su habitación. Ser adolescente, de Ushuaia a la China, debe ser lo mismo.
La idea de papá y mamá es ir a cenar afuera, pero estamos exhaustos, así que agradecemos pero declinamos de la invitación. Entonces, mamá improvisa una comida. Ya se relajó. Se quitó el hijab, lleva el pelo suelto y se puso un vestido batek – técnica tradicional en el que la tela es pintada a mano con cera caliente. Papá se bañó y vuelve vistiendo un típico sarong, un pedazo de género a cuadros que se enrolla y queda como una pollera. Se sienta y nos invita a la mesa, dispuesta en la amplia y luminosa cocina. Sin embargo, ni mamá ni Samira nos acompañan.
La cena casera consta de arroz con huevo frito, una ensalada y picantes para aderezar. Comemos en medio de un silencio incómodo, por momentos risueño. La sobremesa, frente al plasma, se hace eterna. Sugerimos unos mates, pero no hay quórum. La familia no quiere saber nada con nuestro elixir. Papá hojea, desganado, el libro de fotografías. Sin comentario. La situación es insostenible y nos vamos a dormir.
El cuarto de visitas es pequeño e impersonal, pero tiene baño dentro y dos ventanas al exterior. Dos camas, un escritorio, un perchero de madera y un placard conforman el mobiliario de mi habitación malaya.


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A las siete estamos arriba. Nos sugieren desayunar en un típico café local. “Tienen que probar roti-cana”, sugieren, y explican que es una especie de panqueque relleno con queso o huevo, que se adereza con curry u otras salsas picantes. En el bar, simplón, dos mujeres amasan y revolean los panqueques gigantes a la vista del público. A su lado, una anciana selecciona pimientos rojos envueltos en papel de diario. Desde de la cocina asoma, curioso, un joven cocinero de aspecto hindú con bigote tupido y enorme sonrisa. Una vez más, constituimos la atracción principal. Resulta que vengo a ver exotismo, y el exótico resulto ser yo.
En las paredes relucen las fotos del sultán y su familia, encuadradas en marcos dorados. El monarca y los suyos están omnipresentes. Hoteles, restaurantes, aeropuertos, rutas, hogares. En portarretratos, posters, cuadros y gigantografías, las imágenes de la familia real se reproducen a lo largo y ancho del país.
El desayuno está servido. El roti-cana llega con un humeante y espumoso café. Es exquisito, aunque un tanto pesado para comenzar la jornada. De todas maneras, lo devoramos. Estamos listos para un largo día.


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Terengannu es una urbe de 300 mil habitantes en la que no existe un sólo bar donde tomar una cerveza. El alcohol es mala palabra en el complejo mundo de las creencias islámicas, y aquellos que sean flagrados bebiendo corren el riesgo de caer en prisión. Para exacerbar el sentimiento mahometano, en Terengannu construyeron un parque temático: el Taman Tamadum Edutainment Park, en el que se reproducen una veintena de mezquitas emblemáticas del mundo árabe. Para recorrerlo, subimos a un vehículo símil carrito de golf. El guía relata una escueta historia de cada una de las obras a medida que pasamos frente a ellas. En algunas, como en la Mezquita de la Roca de Jerusalén, nos detenemos para ingresar. Luego, pasamos frente a sendas imitaciones del Taj Mahal de India, la gran Mezquita de Samarra de Irak, y el sitio al que todo buen musulmán debe acceder, al menos, una vez en la vida: la Meca de Arabia Saudita, el lugar de nacimiento del profeta Mahoma.
Papá Abdul quiere, desea y debe peregrinar a la Meca. Y así como él, millones de devotos a quienes parece no interesarles el dinero que cueste o el tiempo que deben aguardar para poder emprender viaje. La Meca es la meta. Luego, serán considerados verdaderos Hajji o peregrinos, y se ganarán el respeto eterno. Mientras tanto, los feligreses pueden visitar su réplica en el Taman Tamadum Edutainment Park.


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La obra cumbre del parque temático, sin embargo, no es una reproducción, sino la imponente Mezquita de Cristal, un pomposo santuario que se aprecia desde varios puntos de la ciudad. El templo luce en todo su esplendor por las noches, con sus cristales resplandecientes y luces de mil colores que se reflejan sobre el río Terengannu. Es notable el esfuerzo que hacen las religiones en pos de agradar a sus deidades. Lo material, tan innecesario en el discurso, se vuelve esencial a la hora de rendir culto.
Para ingresar hay que descalzarse y cubrirse por debajo de las rodillas. Cerca de la entrada, hay una hilera de grifos donde los hombres se lavan los pies, las manos, la cara. Es el sitio indicado para las abluciones rituales de rigor.
La puerta del santuario se abre súbitamente y un grupo de niños sale como una turba, vestidos en túnicas de punta en blanco. Se los ve felices. Sus rostros reflejan la inocencia propia de los chicos, aunque su atuendo los envuelva en un halo de espiritualidad y adultez precoz.
Ingreso discretamente, pero no logro pasar desapercibido. Todas las miradas se vuelven a hacia mí ni bien piso la mullida alfombra bordó. Arcos arábigos, minaretes de vidrio, y oraciones en manuscritos dorados decoran el interior del templo. Un hombre se acerca raudamente y me ataja en la entrada: “Five minutes, pray time. No possible to come (en 5 minutos comienza el rezo, no es posible entrar)”, dice en su precario inglés monosilábico. Solicito, casi imploro, permanecer unos minutos para hacer unas fotos. El hombre me mira con cara de pocos amigos e intenta disuadirme. Insisto: “Five minutes please (cinco minutos por favor)”. Me lanza otra mirada fulgurante, pero finalmente accede, aunque no muy convencido.
Me desplazo sigilosamente entre un puñado de hombres arrodillados que murmuran plegarias, y otros que parecen sumidos en profundas reflexiones. No veo mujeres. Apuro unas fotos. Intento un diálogo. Un feligrés, de rodillas, sonríe para la instantánea. Un niño se cruza como una flecha, quebrando el clima de misticismo. El tiempo se termina. No logré entablar diálogo, y me voy con mis dudas a otra parte.


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Otra parte es el centro de la ciudad. Un bullicioso y colorido mercado de angostos pasillos donde se consiguen golosinas extrañas, bateks estridentes, ropa económica, baratijas, oro, plata, especias, pescado seco y más. Las casas de cambio que no cambian dólares si uno no tiene billetes de la serie tal y cual. El ínfimo barrio chino con su chinísima arcada como portal de acceso, donde descubrí que sí se puede llegar a tomar una cerveza, pero sólo si el dueño del local en cuestión está presente.
Y otra parte es también el Museo de Terengannu, el más grande del país, una bella construcción del más puro estilo malayo, madera y concreto sobre pilotes. Más tarde, mamá nos revelaría que papá fue uno de los artífices de su diseño. Debería sentirme orgulloso.
Por la mañana, papá sugiere dar una vuelta. “Vamos a conocer el nuevo estadio, que lo diseñé yo también”, confiesa con un dejo de orgullo. El flamante predio, con capacidad para unas 50 mil personas, queda a pocas cuadras de la casa. La primera imagen que se ve es la de un pedazo del techo que está derrumbado sobre una de las tribunas. “Se cayó a un año de la inauguración”, confiesa papá, como si nada, esbozando una sonrisita. Quedamos perplejos. La atracción turística es la tragedia que no fue, solo porque que el estadio que construyó papá estaba vacío cuando se vino abajo.


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Esa misma noche, como despedida, acordamos cenar fuera con la familia de nuestros colegas Martín y Efraín. Los padres eligen un restaurante donde sirven de todo menos comida malaya. Nuestros hermanos estaban invitados, pero como era la final de bádminton, el clásico de clásicos contra Indonesia, prefirieron prolongar su romance con el plasma. Mientras cenamos, el entusiasta papá de mis colegas no deja de hablar y hacer fotos. La mamá de ellos no prueba bocado ni pronuncia una sola palabra, y la nuestra eructa ni bien termina, señal de que uno está satisfecho en el mundo árabe. Acto seguido, se queda literalmente dormida en la mesa.
Por la mañana, mientras armamos las valijas, Esteban se asoma a la ventana. Con su mejor cara de no puede ser, me dice: “Mira, desde acá se ve el estadio”. No puedo creerlo: papá puede ver su obra cumbre desde su casa, todos los santos días.
Papá nos llama, es hora de partir. Nos lleva hasta la base del “Homestay”, donde nos despide con un frío abrazo y parte raudo a trabajar. De los hermanos, ni noticias. Mamá nos sigue en su auto hasta el aeropuerto. En la entrada del preembarque me estrecha su mano, blanda y con aparente frialdad. “Thank you”, le agradezco, y me devuelve una sonrisa contenida. Antes de pasar por los rayos X, me doy media vuelta para un último saludo. Al final, Mamá Azlina es lo más parecido a una verdadera madre que podrá ver a su hijo por mucho tiempo. Se le cae un lagrimón.




GUIDO PIOTRKOWSKI (Argentina) Comenzó a viajar a los 18 años, cuando su curiosidad lo llevó hacia nuevos horizontes, y la necesidad de abarcarlos lo condujo hacia la fotografía. Al darse cuenta de que una foto no vale no lo mismo que mil palabras, creyó que unos cuantos caracteres más lo ayudarían, y resolvió que debía ser periodista. Hoy, se desempeña como fotógrafo y periodista free lance, y publica sus crónicas de viaje y fotografías en diversos medios de Argentina y el exterior.

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