martes, 25 de octubre de 2011

EL DESTINO FINAL DE UN MICROBÚS SANTIAGUINO

Por Noemí Arcos R.

La nostalgia por los antiguos microbuses que recorrían las calles de Santiago de Chile hizo que dos amigos se embarcaran en la empresa de volver a ponerlos en circulación. Una romántica y lucrativa iniciativa que hace olvidar un sistema de transporte que, mientras estuvo en marcha, era bastante menos querido por sus usuarios.


Vista desde el frente parece un bulldog. Un bulldog de fierro blanco con franjas azules y rojas; sus pequeñas orejas como espejos retrovisores, su prominente mandíbula, que al abrirla muestra el motor, y en la punta de su nariz la estrella de tres puntas en un círculo de su raza Mercedes Benz.
Este ejemplar, modelo 1113 del año 1982, es de exhibición. Está mostrándose ahora en todo su esplendor, cual objeto patrimonial; un esplendor que hace años recorrió las calles de Santiago de Chile con bastante menos garbo y que fue despreciado por los pasajeros que ahora lo admiran, lo fotografían, lo tocan con cariño y cuentan anécdotas de viejos.
Este microbús, o micro como se les ha conocido desde siempre en este lado del mundo, era parte de la flota del recorrido Tropezón, uno de los más extensos y tradicionales de Santiago; uno que murió dos veces.
----------
Marcelo Salvador y Julio Moreira se conocieron hace 26 años arriba de una micro igual a ésta. Era 1985: Marcelo tenía 10 años, Julio llevaba un año trabajando en la línea Tropezón. Este recorrido fue bautizado así porque cubría un barrio del mismo nombre en la populosa comuna de Quinta Normal.
Julio sacaba la micro todos los días a las 5 de la mañana, desde el paradero terminal de Laguna Caren, 20 kms. al oeste del centro de Santiago, para hacer el recorrido que cruzaba Santiago hasta la zona precordillerana de Lo Barnechea, a 14 kms. al oriente del centro.
Un día cualquiera, Marcelo se subió a la micro en la calle José Joaquín Pérez, pleno barrio Tropezón. Empezó a conversar con Julio y no se bajó más. Marcelo se empezó a subir todos los días a la micro, se acomodaba en un pequeño asiento al lado del volante y ayudaba a Julio cortando los boletos que se le entregaban a los pasajeros cuando pagaban su viaje. “Le gustaba a éste andar arriba de la micro”, dice Julio, señalándolo con un gesto de la cabeza. 3 viajes de ida y vuelta alcanzaban a hacer durante el mediodía que trabajaba Julio. Hora y media se demoraba en hacer todo el recorrido. Marcelo era dejado en la puerta de su casa y Julio, bueno, Julio no cuenta si se iba directo a su casa o no.

La década de los ochenta fue la edad de oro de las micros en Santiago. De la mano de la dictadura pinochetista y el liberalismo económico, el Estado dejó de regular los recorridos, las tarifas y la cantidad de microbuses que satisfacían la demanda de una ciudad que extendía cada vez más sus márgenes. Las calles se llenaron de micros de todos los colores, incluyendo las blancas con franjas azules y rojas.
Hasta 1991 duró la fiesta multicolor. Con el regreso a la democracia, el Estado volvió a regular las tarifas, los recorridos y la atomizada propiedad de cientos de microempresarios (valga la redundancia) por medio de licitaciones de recorridos. 2.600 buses salieron de circulación, entre ellos, esta máquina que Julio no recuerda y que Marcelo nunca olvidó. Todas las micros se pintaron amarillas. Nunca más un recorrido se llamó Tropezón.
----------
Julio no ha tenido ningún otro trabajo en la vida que no sea como chofer.
Tiene 52 años pero fácilmente aparenta 10 más. Tiene la cara curtida, la frente amplia y algunas arrugas. Los ojos negros, pequeños, olvidables. Lleva un par de lentes ópticos en la cabeza; nunca se los pone frente a los ojos. El pelo canoso, barba de un par de días y unos dientes chiquititos que se asoman de sus labios delgados. No es gordo ni flaco, pero tiene panza de hombre que pasa todo el día sentado. Está vestido con camisa blanca, sweater negro con dibujos blancos de fabricación hogareña, pantalones de tela azul marino y zapatos formales sin lustrar, como si se vistiera para ir a una oficina que no existe.

A los 13 años, junto a su padre, recorría la Vega Central, principal mercado de abastecimiento de frutas y verduras, arriba de un carretón, haciendo pequeños fletes que dejaban pequeñas ganancias.
De adulto, empezó a trabajar como chofer en una casa en Lo Curro, uno de los sectores más exclusivos de Santiago. Un amigo le recomendó que se fuera a trabajar a las micros.
Cuando se acabó el recorrido Tropezón, Julio no tuvo más remedio que empezar a trabajar en las nuevas máquinas uniformadas de amarillo. 309 Variante Expreso Pudahuel fue el recorrido que replicaba en algunos tramos el recorrido de su añorada Tropezón. Marcelo nunca más se subió a entregar los boletos.

Pero con este nuevo cambio en el transporte colectivo no llegó la alegría: volvió la contaminación y la congestión en las calles, volvieron a circular máquinas que eran verdaderas reliquias mecánicas. Se empezó a rumorear que habría un nuevo cambio. Los usuarios odiaban todo: las micros, los recorridos, los choferes. En 2002, el presidente Ricardo Lagos anuncia que se implementará un nuevo plan inspirado en TransMilenio, el sistema de transporte de Bogotá, Colombia, pero que se extendería por toda la ciudad. Marzo de 2003 y las autoridades bautizarían al nuevo sistema con un nombre que los santiaguinos más temprano que tarde comenzarían a aborrecer y no olvidarían jamás: Transantiago.
“Las micros amarillas se terminaron de la noche a la mañana, se podría decir… Se rumoreó que venía un cambio, y de repente, se acabó no más”. A Julio se le quiebra la voz y sigue recordando: “Nunca creí que esto iba a pasar”.
El recorrido 309 estaba agonizando. Julio tenía que buscar la manera de seguir manejando. Dio los exámenes de manejo y sicológicos en las nuevas empresas operadoras de las concesiones de recorridos. Pero mientras esperaba la respuesta de la empresa para saber si lo contrataban, tuvo un accidente manejando su máquina de vuelta a su casa. Un taxi lo chocó por el costado y casi pierde su licencia de conductor. Nunca más lo llamaron de ninguna de las dos empresas. Julio todavía cree que es por las respuestas que dio en los exámenes: “No sé que quieren que uno conteste en esos exámenes sicológicos. Si la cosa es manejar no más”.

La implementación definitiva del Transantiago, en febrero de 2007 bajo el gobierno de Michelle Bachelet, fue igual que sacarse un parche que lleva mucho tiempo pegado en la piel: se aplazó tanto que cuando se hizo de un tirón, dolió.
En diciembre de 2007, la revista Time rebautizaba a Transantiago como The Mass Transit System From Hell (el sistema de transporte masivo del infierno). En febrero de 2008, cuando la criatura cumplió un año, The Economist diagnosticaba que el cambio de sistema había sido un gran error al no considerar los hábitos y rutas de los pasajeros. “El caos es lo más chocante para los chilenos porque a ellos les gusta pensar que su país es el mejor organizado de Latinoamérica”, sentenció el semanario.
El sistema de pago con monedas ($380, US$0.8, costaba el pasaje al momento del cambio de sistema) se reemplazó por una tarjeta de prepago llamada Bip! Hoy el pasaje cuesta $560 (US$1.1).

Así, en 2007, Julio quedó cesante. Con una esposa, dos hijas, dos yernos, dos nietos y una madre que mantener, viviendo todos juntos en la misma casa en Cerro Navia, la situación se volvió crítica. Julio atribuye a ese momento de su vida la aparición de todas las enfermedades que ahora lo aquejan: hernia lumbar, alza de presión arterial y dolores al colon.
— ¿Fumas?-, le pregunto, ofreciéndole un cigarrillo
— No, ya no-, me dice con una sonrisa pícara
— ¿Por qué no?
— Ya me di la vida que me tenía que dar y ahora estoy pagando-, concluye; como un lamento que probablemente ha repetido más de alguna vez ante recriminaciones hogareñas.
“Tampoco puedo pasar rabias, ya he pasado muchas. A veces prefiero quedarme callado, aguantar…”, agrega.
“Los choferes tenían una mujer en cada paradero”, acusa sonriendo Marcelo, quien trabaja como junior (estafeta) en una oficina. Julio no dice nada, sólo devuelve la sonrisa con sus dientes chiquititos.

Finalmente, a finales de 2007, Julio consiguió un trabajo como chofer del bus que transporta los empleados de una empresa de logística. “Por lo menos sigo manejando, esa es mi vocación, pero echo de menos lo antiguo, mi trabajo, lo echo de menos. Era una cosa que me gustaba hacerla a mí, me gustaba, me fascinaba, porque lo hacía con agrado, no peleaba con la gente… Con esto se lo demuestro”, dice Julio mientras se seca las lágrimas de las mejillas. “No soy un chofer gruñón, me gusta conversar con la gente… Hasta donde pueda manejar, hasta ahí llegaré no más”.
----------
Mientras en Santiago sufríamos el desastre de transporte, en Llay Llay, una comuna de un poco más de 21 mil habitantes, ubicada a 85 kms. al norte de la capital, un microbús Mercedes Benz, modelo 1113, año 1982, recorría las parcelas locales haciendo viajes particulares. Por su edad, ya no podía trabajar en el sistema de transporte colectivo. Entonces, alguien la fotografía, sube la foto a internet y Marcelo, que en algún momento comenzó a coleccionar fotos de micros antiguas para no olvidar, la vio. Y la fue a buscar con su amigo Julio.
----------
Hace un año, Marcelo compró esta micro y la trajo a Santiago. Aunque no era la misma, el modelo y el año de su añorada micro Tropezón le hizo pagar el millón de pesos (US$2.136) que le pidieron por ella.
Lo primero que hizo fue bautizarla: La Chepa, le puso. “No hay ninguna razón sentimental, es sólo porque antes había una micro llamada así en las tropezón, que era famosa. Uno decía ‘¿ya pasó la chepa?’”, asegura Marcelo. “Siempre quise tener una micro. Porque como acá en Chile no hay mucho interés en conservar las cosas, siempre todo hacen tira (pedazos)”, agrega. Además, apostó a que gracias al revival de la década de los ochenta se le podría sacar partido. Y no se equivocó: a La Chepa la han arrendaron para que aparezca en videoclips, en una serie que el canal Chilevisión está grabando y en la película Miguel San Miguel, que muestra los inicios de la banda Los Prisioneros, el grupo chileno de rock más importante de los ochenta.

Cuando la trajeron desde Llay Llay era una cacharra, cuenta Julio. Marcelo la mandó a restaurar. Primero, se mandó a un taller para que volvieran a tapizar los 25 asientos y se pusiera piso de aluminio antideslizante. Luego, se mandó a pintar por fuera. Marcelo se la encargó a un taller mecánico y de pintura automotriz que la vistió de Tropezón, con los colores blanco, azul y rojo sobre el amarillo que traía. Le cambiaron las ruedas y se le renovó la patente: FS 9922.
Sumados la pintura y los arreglos, se invirtió otro millón de pesos.
En la parte trasera de la micro, otra tradición reencarnada. Mis tres amores, dice con una caligrafía rococó. Junto a esta leyenda, los nombres Susana, Nicolás y Ariel, la esposa y los dos hijos de Marcelo.

Todos los clichés decorativos de las micros, conocidos de primera mano o contados casi como una leyenda, los pude ver dentro de esta micro. La Chepa está escrito con la misma caligrafía sobre el espejo retrovisor interior, con borde de flecos amarillos, del cual cuelgan un zapatito de bebé blanco y un corazón de felpa rojo. A su derecha está escrito Marcelo y a su izquierda, Julio.
Los letreros que indican las calles que componían el recorrido Tropezón son los que Marcelo guardó todos estos años. Ahora los sacó del encierro y los puso todos juntos en la micro, haciendo imposible que exista un recorrido tan extenso y con ese enredo de calles.
Julio me muestra con orgullo una de las antiguas planillas en que se llevaba el registro de los boletos cortados.
También hay un banderín del equipo de fútbol Universidad de Chile. “Soy del Colo Colo”, dice Julio, “pero me da lo mismo, no quiero poner nada del Colo”. La gente que sube a ver la máquina lo felicita por el banderín, Julio asiente con la cabeza sin decir nada. “¡Nos vamos a Pelotillehue!”, grita entusiasta una señora, haciendo alusión al pueblo donde vive el personaje de cómic chileno Condorito, en el que es común ver micros iguales a ésta, provocando la carcajada del resto de los pasajeros. “Estas eran las verdaderas máquinas que existían en esos años”, alecciona otra señora a Julio. Él sonríe. Un hombre se para en el primer escalón de la angosta puerta de subida, se afirma de ambos lados, y se reclina con la espalda hacia atrás. “Así iba uno antes, colgando”, le cuenta a los niños que lo acompañan, y los tres se ríen. “Qué buenos tiempos”, concluye el abuelo.
Toda la escenografía es coronada por un “Dios es mi copiloto”.
Julio no le cobra a Marcelo por ser el chofer en los viajes y dice que le gustaría tener un bus propio. “Tengo suficiente con que haya puesto mi nombre en la micro”, intenta converme con poco éxito.
La idea de Marcelo es seguir comprando micros, quizás una o dos más, para poder rentabilizar de mejor manera el negocio de la nostalgia: “La idea es que lo tomen en cuenta, pa’ eso se compró, para sacar a pasear a centros de ancianos, a gente”. Por un viaje familiar fuera de Santiago por el día, Marcelo cobra aproximadamente $250.000 (US$533).

“Nos llevamos súper bien los dos… Hasta que me vaya yo andará al lado mío yo creo”, dice Julio, quien piensa seguido en la muerte, respecto a Marcelo.
Quienes esperan el próximo bus del Transantiago en el paradero ven la reliquia ambulante pasar y sonríen.







NOEMÍ ARCOS RODRÍGUEZ (Santiago de Chile, 1983) Estudié Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Hice un intercambio de un semestre en la Universidad Autónoma de Barcelona. Durante 2 años fui editora general de Km Cero, un sitio web de noticias hecho por alumnos de un curso que impartía en la Universidad Católica. Actualmente, trabajo en Ciper (Centro de Investigación Periodística).

2 comentarios:

  1. Interesada como siempre en buscar antecedentes de la gente con la cual hago contacto, me encontré con este texto,historia, no sé como le llaman en periodismo ya que no es algo político, se relaciona claro con la política de Estado, que hizo cambios en el sistema público,optando por una nueva modalidad de traslado de los chilenos, para modernizar la cara de la ciudad de Santiago, pero que fue dejando en el camino miles de historias, algunas polvorientas que intentan rearmarse , lo logran,pero les queda en la vieja memoria la nostalgia de aquéllos recorridos que formaron parte de sus años más jóvenes, sus alegrías, su contacto diario con ese mundo de abejas que suben a las micros, una y mil veces , con mil historias distintas.Al chofer de esta historia, no le queda más que apelar a sus recuerdos , a la amistad con su amigo Julio, porque ni las calles son las mismas,los paraderos no son los mismos,los transeúntes ya pasaron de largo.De la misma forma, le ha de ocurrir a un obrero cuando han cerrado su fábrica, a un director de escuela rural, cuando ya debe volver a su casa. Ojalá fuéramos como la madre naturaleza que cada año da frutos de sus árboles, maduran, caen,pero al próximo año vuelven a dar frutos.En los seres humanos las cosas no son iguales, aunque las encontremos muy parecidas. Bonita historia de Marcelo y Julio , que me ha servido para reflexionar.

    ResponderEliminar
  2. Noemí, me parece extraño que no te haya escrito antes, pero es una crónica excelente! De verdad valoro mucho el trabajo y la entrega puesta en esto, así que mis sinceras felicitaciones. Gracias Noemí :)

    ResponderEliminar