Por Daniela Galleguillos
La cueca, el baile tradicional chileno y antes exclusivo de las fiestas patrias, le está haciendo la competencia al pop y al reggaeton. Hoy se baila durante todo el año, todos los días, por gente de distintas edades, orígenes e intereses. Con una clase intensiva, un poco más de práctica y en este caso, con la insistencia de una fanática de este baile, cualquiera puede convertirse en un cuequero.
- ¿Vamos a bailar cueca mañana? Hay carrete en el galpón -me dice la Titi, mirándome por la rendija de la pared que separa nuestros cubículos del trabajo.
- Estás loca, un martes jamás. No me voy a poder levantar al otro día. Además que no le pego mucho a la cueca.
- Pero vamos a clases hoy a la noche, practicamos y así estás lista para el carrete del martes. Además que lo del galpón es tempranito. ¿Te tinca?
Al instante comprendo que no tengo la opción de rechazar esta invitación. Hoy la Titi me hará reencontrarme con la cueca, la danza tradicional que la mayoría de los chilenos sólo ha bailado –o improvisado- para las fiestas patrias, sólo una vez al año.
Vuelta, cepillado y zapateo
Llegamos casi 20 minutos tarde al bar La Chimenea, en el centro de Santiago. Subimos rápidamente al tercer piso y entramos al cuarto donde Edith y Milton hacen clases de cueca brava todos los lunes a la 8 pm. Por suerte, esta vez empezaron tarde y están haciendo una introducción del tema a los alumnos de hoy, 5 mujeres y 3 hombres, de entre 20 y 35 años. Dejamos nuestras cosas entre las mesas apiladas en un rincón y nos unimos al círculo de cuequeros en potencia.
Edith nos saluda con una sonrisa rápida y sigue con su explicación de la cueca brava. Nos cuenta que proviene de la cueca tradicional, esa que se baila en el campo y para las fiestas patrias. Dice que con el tiempo se trasladó a las grandes ciudades, como Santiago, Valparaíso y San Antonio, donde se apropió de los temas urbanos. Se dejó de cantar sobre el campesino, el rodeo y la huasita con trenzas y vestido floreado; ahora la noche y las calles son el escenario donde se cuentan las historias de amor, traición, desengaño y marginalidad. Ahí la cueca perdió su inocencia; los pasos se tiñeron de sensualidad con el meneo de las caderas de las mujeres y la proximidad de los cuerpos se fue reduciendo hasta casi juntar las caras en los encuentros de los bailarines, con un erotismo casi comparable al tango argentino.
Después de la introducción, y viendo que más de alguno jugaba ansioso con su pañuelo, el grupo se separa entre varones y mujeres, cada uno con un profesor. Nos vamos con Edith, que nos enseña el paso fundamental del baile: el desplazamiento. Pie derecho marca un paso a la derecha, pie izquierdo cruza por delante, repite. Clap-clap, clap-clap, aplaude Edith marcando el ritmo mientras avanzamos. Me enredo en la primera pasada, pero mi orgullo queda intacto al notar que el círculo colapsa con los tropiezos de las demás e inmediatamente brotan las risas. Repetimos un par de veces más y ya casi dominamos. Edith entonces considera que es hora de agregar el factor hot: las caderas. Ahora, con las manos en la cintura y moviendo rítmicamente las caderas, el paso es más fácil, y mucho más atractivo.
Poco a poco nos vamos soltando y las mujeres ya tenemos dominado el paso básico. Pasamos ahora al cepillado, que es básicamente cruzar –siempre al ritmo de las palmas- el pie derecho con el izquierdo y pasar por la punta el suelo, como si se estuviera sacando brillo al piso recién encerado. Cepilla-cepilla con el derecho, cepilla-cepilla con el izquierdo. Logro dominar el paso y estoy más cerca de ser una cuequera amateur.
El paso siguiente es fácil: el zapateo. Tacón-tacón con la derecha, tacón-tacón con la izquierda. El piso de madera retumba con cada zapateo. Aparte de una chica estadounidense que lucha por mantener el ritmo, el resto de las mujeres lo tiene bajo control; en cambio, el grupo de los hombres parece estar en aprietos. Como un flashback al kínder, donde los niños confunden la izquierda y la derecha, los varones enredan sus piernas o caminan contra el sentido del grupo. Pero ahí está Milton para ayudarlos, uno por uno, con una paciencia digna de una parvularia.
Como las mujeres ya hemos aprendido lo fundamental, es hora de armar el cuento. “La coreografía de la cueca es una sola. No se puede cambiar. Sí se pueden hacer pasos diferentes, pero la estructura no se cambia” asegura, tajante, Edith. Seis pares de ojos quedan fijos en ella mientras explica cada paso. “Primero, el varón pasea a la dama, la deja en su lugar y vuelve al punto de partida. Cuando empiezan a cantar, todos a bailar”, dice.
Todo se resume en vuelta entera, media vuelta, medialuna, media vuelta, cepillado, media vuelta, zapateo, vuelta entera y fin. Parece enredado, pero si uno se aprende esta fórmula, no puede fallar en la pista. Con la coreografía fresca en mi mente, estoy lista para lanzarme al ruedo.
En la cancha se ven los gallos
La Titi hace rato que me venía hablando de las bondades de la cueca. Cada mañana, al llegar al trabajo me contaba que había ido de carrete con su grupo cuequero, los “Prendidos con Agua”. Se juntan durante la semana en las clases de La Chimenea y en las del restaurant El Huaso Enrique. Los viernes y sábados van a bares y clubes donde sólo se escucha cueca, como el club Matadero o el bar Victoria. Cada fin de semana el carrete se traslada a un lugar distinto, y se ponen de acuerdo durante la semana para encontrarse en ellos.
La obsesión de la Titi por este baile es tal que no pasa una semana sin ir a bailar. Colecciona pañuelos, de distintos colores, diseños y tamaños, se sabe las cuecas de memoria y los nombres de sus grupos. No se acompleja en sacar a bailar a un hombre y jamás rechaza una invitación a la pista de baile. Mueve sus amplias caderas con soltura en cada paso, achina los ojos al sonreír y usa zapatos con taco, no para estirar su metro y medio, sino para ponerle potencia al zapateo. Y pobre del que le diga que la cueca es aburrida, porque saca su tono agudo y no lo deja en paz hasta ya han bailado una buena cantidad de canciones.
Mientras la Titi me explica nuevamente la coreografía, Edith nos avisa que va a bailar con Milton para que veamos cómo es la cueca brava en acción. Mientras toman sus posiciones, el silencio es total.
Irrumpe la música y el coqueteo brota inmediatamente. Aunque llevan 15 años de casados, como me informa la Titi, pareciera que son un par de adolescentes. Todavía no empieza el baile, pero las miradas de reojo preparan el ambiente. Suena el cantante y comienza el movimiento, con una soltura y ligereza que sólo dan los años de práctica. En la vuelta inicial no despegan las miradas y se acercan hasta casi rozar las narices antes de dar la vuelta hacia sus lugares. Edith es baja y tiene unos kilos de más en la barriga, pero mientras danza su postura es tan elegante que hasta se ve más alta y delgada. Sus pasos en la medialuna son cortos y sutiles, haciéndose la “interesante” en el coqueteo.
Milton no le saca los ojos de encima a Edith y la persigue, haciendo eco de sus pasos. En el cruce de la media vuelta pega un zapatazo al suelo, queriéndose imponer, y con su pañuelo “limpia el piso” para que ella pase. En el cepillado, Edith camina tal como lo haría una bailarina de tango y pone el pañuelo en el hombro de su pareja, invitándolo a caminar hacia ella. El coqueteo se interrumpe cuando en la canción gritan “vueeeeltaaa”. Milton se acerca a Edith, marcando su territorio con cada zapateo, mientras que ella toma una punta de su falda, la levanta levemente y marca unos pasos con aires flamencos. Dan la vuelta final acercando sus caderas y terminan del brazo. Estallan los aplausos.
Después de haber dejado la vara muy alta, es el turno de nosotros, los aspirantes. Tomo el pañuelo –con estampado animal print, prestado por la Titi- y espero como quinceañera a que me saquen a bailar. Tengo la suerte de que me toca uno de los 3 hombres. Le tomo el brazo y partimos nerviosos a la pista de baile.
En la parte de la medialuna tenemos el primer problema. Mi compañero también parte a su derecha, lo que evita que nos encontremos. Pero rápidamente se encauza. Seguimos bailando, un poco rígidos los dos, carentes de la sensualidad recién expuesta. Él baila tieso, pero correcto. Al lado escucho risas de otros que se han enredado o confundido con las vueltas. Damos la vuelta final serios, pero sin sobresaltos; he superado con dignidad la prueba.
La radio lanza al segundo otra canción y ya estoy dando vueltas, cepillando y zapateando. Sin darme cuenta ya han pasado casi dos horas desde que empezó la clase y nos avisan que estamos terminando.
La Titi me toma del brazo y me dice en un tono más alto que lo normal: “¿Viste que bailai bien? ¡Estai lista para mañana!”
Póngale cachaña
Son recién las 9 de la noche del martes, pero dentro del galpón Victor Jara parece que fueran las 2 de la madrugada de un sábado. Cerca de 200 personas han venido a bailar cueca al ritmo de las improvisadas “ruedas”, en donde cualquiera que tenga un pandero, una guitarra, un acordeón o un par de platillos de café –sí, estas piezas de menaje aquí son verdaderos instrumentos de percusión- puede unirse al grupo, ubicado en un rincón del galpón, y tocar la canción de turno. Incluso la voz y las palmas bastan. Dispuestos en un círculo, los improvisados cuequeros van tocando canción tras canción, turnándose para elegir la siguiente. No hay un director de orquesta: es una democracia musical. En la barra, el vino y la Coca Cola se venden por vaso, y las sopaipillas y empanadas fritas están a la vista de todos.
Alrededor de los músicos, parejas tan variadas en edad y estilos bailan sin descanso. Veo hasta un niño batiendo palmas y unos cuantos cuequeros de más de medio siglo. Un chico de no más de 20 años, con la cabeza semirrapada y las orejas bordeadas por piercings, baila moviendo rápidamente el pañuelo sobre su cabeza frente a una chica con polera sin mangas y pantalones rasgados que apenas se mueve. Al frente, una pareja de cincuentones; él con pantalón y camisa bien planchados y ella con vestido oscuro ajustado, siguen el ritmo manteniéndose muy cerca entre sí, ajenos al caos que los rodea. La Titi no ha perdido ni un segundo y ya está bailando con un amigo de su grupo. De vez en cuando se pasa el revés la mano por la frente para limpiarse las gotas de sudor.
“¡Hola! ¿Cómo estás?” me dicen por la espalda. Me volteo y ahí está Max, uno de los alumnos de la clase del lunes. “¿Bailamos?” No alcanzo a responderle cuando ya estamos entre dos parejas. Apenas tenemos sitio para movernos, así que rompemos las reglas de Edith e improvisamos en el lugar. Max, principiante de las cuecas como yo, solo atina a mover el pañuelo en el aire, sin espacio para maniobrar. Bailamos un par más y vuelvo donde la Titi.
- Mira, esos dos ahí bailan tradicional, porque ella se mueve a saltitos. Es más ‘correctita’, más santa. Él de ahí baila super lindo, mira que le pone cachaña – dice mientras apunta a un histriónico bailarín.
- ¿Cachaña?
- Si po, le pone ganas, jueguetea, se mueve, que sé yo. Y esa señora baila súper bien; casi ni se despeina pero hace hartos pasos distintos. Y mueve el pañuelo bien arriba más encima. Ah, mejor vamos a bailar, mira que esto se acaba pronto.
Volvemos a la pista. Las cuecas, de menos de 3 minutos cada una, se suceden sin parar. En cada canción voy variando los pasos, coqueteando con el compañero de turno y tomándole el gusto al baile. No me doy ni cuenta cuando comienzan a rodar unas gotas de sudor por mi frente. De pronto, se acaba la música.
“Ya se acabó, son las 10 y media. ¡Nos vamos para la cuneta!”, me dice la Titi.
El after cuequero
Los músicos comienzan a plegar sus instrumentos y la gente comienza a salir tranquilamente del galpón. La próxima parada está a menos de 10 metros: cruzamos la calle y en la plaza Brasil ya se ha armado otra rueda de cuecas, con los mismos que estaban dentro. Pero me quedo en la cuneta con los del grupo de la Titi, que han instalado su mini rueda con una guitarra y un pandero. “Es que no conocemos a los otros”, me confiesa el guitarrero cuando le pregunto por qué no están tocando con los de la rueda principal. Aparte de esta, hay un par de grupos más tocando en otras bancas de la plaza.
Una pareja se pone a bailar y no duran más de 15 segundos por la polvareda que se forma por el maicillo. Los panderos resuenan todos a distinto ritmo. Se mezclan los tonos de las canciones. Pasa una caja de vino al lado mío y aparecen las botellas de cerveza. Al rato hay más gente conversando que cantando. Veo la hora: las 11 y media. Pronto pasarán los Carabineros para dispersar a la gente. Me despido de los cercanos, prometiendo volver la próxima semana, esta vez, con pañuelo propio.
Camino con la Titi al paradero. Justo se acerca la micro.
Mientras me subo, alcanzo a escucharla gritar: “¿Viste que se pasa bien con la cueca? Te lo dije. Y más encima, te vas a acostar temprano. ¡Nos vemos mañana!”
DANIELA GALLEGUILLOS (Santiago de Chile, 1982). Tras un largo camino vocacional que la llevó por la arquitectura y el diseño, se tituló de periodista. Hoy trabaja en el rubro de educación en el día, estudia mandarín por las noches, y en su tiempo libre se dedica a viajar recorrer el mundo a través de sus ojos y los de los demás.
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