La violencia juvenil en Bucaramanga, Colombia, ya no es exclusividad de los estratos bajos. Cada vez más, menores de edad de clases sociales privilegiadas entran a formar parte de grupos delictivos. Pero, ¿Por qué un joven pudiente incursiona en el mundo del crimen?
Daniel estaba contento. Era la noche de un jueves en Bucaramanga y al siguiente día sería su cumpleaños. Para empezar a celebrarlo, fue con Felipe, Nicolás, y Laura a la discoteca Weekend. Tomaron cócteles de aguardiente, hablaron de fútbol y de salidas anteriores, Daniel bailó con Laura, la besó en los labios, una vez, dos veces, muchas veces. Estaba contento. A las dos de la mañana salieron de la discoteca y caminaron dos calles hasta la 33, la calle principal de cabecera, una de las zonas más costosas de la ciudad, con cafés, restaurantes, bares y discotecas, algo así como La Condesa del DF o el Palermo bonaerense. Ya era viernes y Daniel estaba contento, pero la alegría se convirtió de golpe en una imagen difusa, mal enfocada, el jarrón de la mesa que el viento tira al suelo y hace estallar en pedazos. Daniel cumplía 23 años y recibió un pase a la clínica como regalo.
Fue un desconocido quien le pidió que subiera al taxi, que la herida era muy grande y fue Laura quien lo ayudó a entrar. Había perdido su camiseta Hollister azul y podía verse el corte del hombro izquierdo derramando sangre, como un río enloquecido que se ha salido de su cauce. En el hombro derecho tenía una herida más pequeña y también de allí salía sangre mientras los ojos azulgrisáceos de Laura se llenaban de lágrimas, esas lágrimas adolescentes que conmueven en las telenovelas de la noche. Cuando llegaron a la Policlínica, el taxista no les cobró la carrera. Que un taxista recoja a las 2 a.m. a un chico cubierto en sangre ha sido una suerte escasa en medio de lo absurdo de la escena.
Daniel se bajó primero y fue atendido inmediatamente en urgencias. Como la navaja había cortado un vaso, tuvieron que cauterizarlo. Afuera, en la sala de espera, Laura era interrogada por un policía.
Adentro, pálido y frío, Daniel temía perder la movilidad de los dedos de la mano izquierda y como un muñeco de trapo al que le cosen el brazo, la enfermera de turno le estampaba veinticinco puntos sobre el hombro. Y “yo soy músico”, “soy músico”, repetía.
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La policlínica es pequeña y como todas las clínicas huele a alcohol y sangre seca, a medicamentos y desinfectante, el olor de la vida y el olor de la muerte, ese ambiente incómodo y extraño infectado de bacterias y llanto. Es la clínica de la Policía y sin embargo no tengo que pasar controles, no debo dejar mi documento de identidad en la entrada ni explicar el motivo de mi visita. Policías de turno en recepción, paseando el uniforme por los pasillos o recluidos como pacientes, policías que van y vienen mezclándose con batas y trajes blancos. Entro en la habitación 101 y encuentro a Laura sentada con los pies de Daniel sobres sus rodillas, secándolos despacio, los rizos de pequeña Lulú que caen sobre su bella cara inclinada y Daniel con pantaloneta negra y sin camisa que sentado en una silla de plástico blanco supervisa la labor. La herida del hombro izquierdo es grande, con un morado alarmante alrededor. La del hombro derecho es más bien pequeña y los dos cortes al lado del labio pasarían imperceptibles si no fueran por las curitas color piel a medio despegar. Al verme, Daniel sonríe, se pasa una mano por el pelo mojado tratando de acomodar su corte de jugador de fútbol argentino, como el del Kun Agüero por ejemplo, corto adelante tirado hacia un lado y largo atrás.
–Siéntese– me dice mientras deja libre la silla y se sienta en la cama. Lleva cuatro días internado y se acaba de enterar que por poco la herida llega hasta el tendón, que de haber sido así habría perdido la movilidad del brazo izquierdo, hubiese tenido que abandonar las clases de bajo, guardarlo con la guitarra eléctrica en el fondo del clóset, dejar la banda de punk-rock.
Daniel es guapo y moreno, tiene un piercing en la oreja izquierda y una pequeña barriga que no se adivinaría con camisa. Es alto aunque sentado sobre la camilla no lo parece y ahora lleva una incipiente barba en forma de candado. Basta verlo para saber que es un niño cool, de esos que usan ropa costosa y los pantalones caídos dejando ver la marca del bóxer, los tenis blancos Tommy Hilfiger debajo de la camilla me demuestran que no estoy equivocada. De esos que dicen que no les gusta el vallenato, pero si está de moda, hay que bailarlo. Aún le quedan dos semestres para terminar una carrera costosa en una universidad privada.
–Yo iba caminando adelante con Laura, Felipe iba atrás y cuando me di cuenta, él estaba como forcejeando con un man que le quería robar la blackberry. Yo fui a respaldarlo, no lo podía dejar ahí solo, uno siempre respalda a los amigos y luego llegaron más manes, eran unos 10 y tenían patecabras. No recuerdo cómo eran, pero eran menores, no tenían más de 18 y no estaban vestidos como ñeros, tenían pantalones anchos, camisetas y gorras, no eran manes pintas pero tampoco se veían gamines. Me quité la camisa y me la amarré en la mano, ellos tenían cuchillos y había que defenderse. Sentí una puñalada en el hombro izquierdo, la del hombro derecho no la sentí. En la cara me pegaron un puño y empecé a botar sangre por la nariz y por el hombro.
–Todo fue muy rápido, no me di cuenta cómo empezó todo. Daniel me empujó para alejarme de la pelea. Quería sacarlo de ahí, pero no pude, él tiene mucha fuerza– replica Laura.
Está claro que una niña como Laura no podría controlar a un chico como Daniel. Ella es menuda, delgada, frágil y con unos nervios que no pueden soportar semejante prueba. Habla haciendo gestos como ahora en la que una mueca de terror se refleja en su rostro mientras recuerda lo que ocurrió. Después, aparece de nuevo su sonrisa diezochoañera de metales en los dientes.
–Ellos sólo querían armar problema, ahora hay muchos grupos de manes que no son ñeros y no necesitan robar pero lo hacen para montarla de malos– Daniel mueve la cabeza de lado a lado en signo de reprobación.
–Y muchos son menores de edad– remata Laura mirando a Daniel, como cada vez que dice algo que considera importante.
En medio de la conversación, los padres de Daniel entran a la habitación un par de veces. Fabio es delgado, alto, moreno, de rasgos duros pero trato amable, de pelo negro y cano. Revisa un agujero por donde se escapa el suero y da órdenes a la enfermera para que le pongan a Daniel un catéter. Lina es todo lo contario. Baja, rubia y blanca, dulce y con maneras suaves, de una nobleza poco habitual y una calidez desbordante. Al lado de la camilla, frota levemente el brazo izquierdo de Daniel, lo mira y sonríe, sus mejillas se encienden, el rosado de Hello Kitty ha hecho su aparición.
– ¿Cómo está el paciente?– El Dr. Wintong Lora asoma por la puerta. Con su soltura costeña se acomoda en medio de la familia y empieza a aplicar la sicología aprendida en tantos años de ejercer la medicina, una no funciona sin la otra.
–Vamos a dejarlo tres días más aquí en observación. Es por su bien, queremos evitar que las heridas se infecten, ahora las pandillas orinan los cuchillos con los que atacan para asegurarse de que realmente están haciendo daño a las víctimas–. La cara de Daniel y compañía son una sola mueca de desilusión, pero imposible no dejarse convencer por el Dr. Lora, habla con la convicción de la experiencia pulverizada con ese entrañable acento monteriano.
–Antes había que cuidarse de los ñeros, de los gamines, pero ahora también hay que hacerlo de manes de clase media y de los niños ricos– me dice Daniel cuando todos salen.
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Jaime estaba tomando aguardiente con dos amigos un sábado en la noche. Dos chicos –pantalones anchos, camisetas, tenis blancos, gorras de color escandaloso– llegaron a pedirles licor. Jaime y sus amigos no cedieron y se inició una pelea cuyo resultado fue el traslado de Jaime a la clínica a causa de una puñalada. Todo ocurrió frente a los porteros de turno del conjunto residencial de Jaime, un condominio de casas, apartamentos y aparta estudios costosos con vistas a la autopista que une Bucaramanga con su área metropolitana. El portero llamó a la policía, pero los intrusos lograron huir a tiempo. Sin embargo en la zona, colmada de condominios similares de estrato cuatro, ya los tienen identificados. No es la primera vez que protagonizan una riña similar en el lugar, de hecho ellos mismos viven por el sector, 150 metros más arriba del otro lado de la autopista en un conjunto de apartamentos con piscinas y canchas de tenis donde se sabe que viven varios chicos que forman la pandilla y donde otros más que no viven allí pero que también pertenecen a ella, pasan la mayor parte del tiempo.
Según el portero y varios residentes de la zona, cuando han sido capturados por la policía, han quedado libres a las pocas horas, por ser menores de edad, por no haber encontrado nada en su poder o porque los más afortunados tienen padres que mueven influencias para evitar su detención y eso en un país como Colombia, es suficiente para bajar a la justicia del tren en la primera estación. Uno de los residentes, de pelo blanco, gafas grandes y hablar pausado, me cuenta el caso de un joven aprehendido, cuyo padre abogado al llegar a la estación de policía, le dijo: “Tranquilo hijo que yo lo voy a sacar de aquí, este no es lugar para usted”. Es cierto, ese no es lugar para un chico, pero si no son corregidos por los propios padres, ¿A quién vamos a dejar esa labor?
En los últimos años han aumentado en Bucaramanga los delitos cometidos por menores de edad. Según datos de la Policía Metropolitana, en el primer semestre del 2010 han sido arrestados 614 chicos por hurto, tráfico y/o porte de estupefacientes y armas, homicidio y daño en bien ajeno. En total se han registrado hasta agosto 3.168 detenciones por los mismos hechos, es decir, los menores han cometido el 19% de esos delitos, una cifra alta que destierra a Bucaramanga del paraíso de la tranquilidad que la ubicaba lejos de ciudades como Bogotá o Medellín donde el sicariato se ha instalado con fuerza entre los jóvenes de las comunas, los cinturones miseria.
Sin embargo saber exactamente cuántos de estos menores detenidos en la ciudad pertenecen a clases favorecidas, es una tarea complicada. Cuando un menor es detenido in fraganti, es llevado a las instalaciones de la Policía Infantil y Juvenil donde son judicializados y remitidos al Sistema de Responsabilidad Penal para adolescentes del ICBF (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar) que pasa a hacerse cargo del caso. Mientras tanto son sólo estadísticas, números sin nombres y apellidos en una lista incesante.
He venido aquí, a la Policía Juvenil, una casa vieja sin aviso en el centro de la ciudad y mientras espero que una de las sicólogas de la dependencia del ICBF que funciona en el segundo piso me reciba, una chica, más bien una niña, que no tendrá más de quince años, tal vez catorce o incluso trece, llora parada en un rincón. Lleva un short de jean roto, camiseta celeste desteñida, chanclas gastadas y los pies untados de barro. Tiene el pelo largo y desordenado y ahora que tiene la cara agachada queriendo que nadie la vea, le llega casi a la cintura. A pesar de su postura y de los brazos cruzados que agarra con fuerza por los codos, su mirada es desafiante. Duele verla así, alzando nada más los ojos y mirando a todos como desde abajo con las lágrimas escurriendo, mirando con rabia y desesperación. Un policía se acerca y le dice por lo bajo que se calme, pero ella grita “déjeme sana”. El policía se aleja pero otro le grita desde una puerta “tranquila” y la niña que ya no parece más una niña responde con un resentido “déjeme gonorrea”, un grito que llena toda la sala y que hace que los que no estaban mirando volteen a mirar y ella se irrita más y lanza un grito más rabioso “¿Qué me miran todos? Sapos hijueputas”, entonces la amenazan con encerrarla y ella, ya con los brazos sueltos y sin asomo de remordimiento contesta soberbia “No es la primera vez que estoy en cana”. Está claro que aquí no encontraría a un niño rico delincuente. Aquí sólo traen a niños como ella, hijos de la pobreza y del desamparo, no a hijos de abogados.
Hablar con un responsable del ICBF o comandante operativo de la Policía Juvenil sobre datos o perfiles sociológicos de adolescentes delincuentes, se hace difícil, Colombia es el rey de la burocracia. Salgo de la casa en medio de una fila de uniformes verdes y la menor detenida continúa allí, otra vez con la cabeza baja, vuelve a ser una niña, en apariencia.
Los datos alarmantes de violencia infantil y juvenil en el país, han llevado a la senadora Gilma Jiménez a lanzar en septiembre un proyecto de ley que pretende dar cárcel a menores infractores. Actualmente, los adolescentes retenidos en comisarías por la ejecución de algún delito, son soltados en pocas horas o en los casos más extremos y reiterativos, llevados a centros correccionales de donde salen al cumplir 21 años. Con este proyecto se busca dar penas entre 6 y 15 años por delitos como homicidio, violencia sexual agravada, hurto, extorsión, lesiones personales y secuestro. La propuesta ya ha sido radicada, ahora está en espera de aprobación en el Senado.
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Silvia tiene 14 años pero parece de 20. Alta, morena, pelo negro largo liso, curvas pronunciadas, las culpables de la apariencia de “niña mayor”, bueno eso y el maquillaje y la ropa y los tacones. Cuando habla, la fachada de exuberancia latina se cae. Habla como una niña, la niña que es, la niña de 14.
–Es sólo por diversión que lo hacen. No es que quieran hacerle daño a alguien, simplemente es por pasar el tiempo.
Estudia en un colegio femenino, de esos que promulgan una educación basada en valores cristianos. Vive en un conjunto de apartamentos apostados en la autopista de Bucaramanga que pagan servicios correspondientes al estrato cuatro al que pertenecen, lo que dentro de la categorización informal que se hace en Colombia encajaría en una clase media alta; un conjunto residencial cercano al condominio de las canchas de tenis donde viven algunos chicos de la pandilla ya identificada en el sector y de quienes ella es amiga.
–Ellos no necesitan hacerlo, los papás les han dado el estudio, les compran ropa, pero como te digo, es una forma diferente de pasar el tiempo, les gusta que les tengan miedo, versen como malos.
– ¿No es una distracción bastante arriesgada?¬
–Para ellos no, eso les gusta. Alguna vez los han cogido, pero no ha pasado nada.
– ¿Y los padres? ¿Con ellos tampoco ha pasado nada?
–Bueno, los regañan, pero a algunos hasta ni les importa. Otros no saben en qué andan sus hijos.
Mientras Silvia habla, pienso en “La Naranja Mecánica”, la novela de Anthony Burgess que posteriormente llevaría al cine el magistral Stanley Kubrick, en la que un grupo de chicos londinenses encuentran placer practicando la ultraviolencia. Después, pienso en las telenovelas que se instalaron en lo más alto del raiting en la franja nocturna de los canales nacionales, las imágenes de capos es la referencia más cercana, la cultura de lo narco, del dinero fácil, del malo siempre vence, ese lugar común con el que quieren hacernos identificar erróneamente a los colombianos, el hablado paisa que se exportó al resto del país, el “parce” llegó desde Medellín para quedarse, como si toda una historia y un acervo cultural se redujeran a eso, como si no tuviéramos más para ofrecer, como si fuera un fiel reflejo de lo nuestro, una maniobra de los productores de televisión que deciden qué es lo que vende y decidieron por nosotros que la mafia está de moda, que eso es lo que quiere el pueblo, que eso es lo que somos y una generación de jóvenes va creciendo con un capo-adinerado-que-no-se-la-deja-montar-de-nadie como ídolo.
–Yo nunca los he acompañado, aunque algunas veces que he estado con ellos sí se han peleado con otros tipos, pero nunca han matado a nadie.
Pienso ahora en Daniel y en su cara asustada en el momento en que la voz cantada del Dr. Lora decía que le habían tirado a matar.
– ¿Cuando pelean con otros chicos, están borrachos y drogados?
Silvia se queda callada, me mira, mira a un lado, cruza la pierna y su corta faldita negra se recoge, está nerviosa, lo ha estado toda la entrevista, pero ahora los nervios la traicionan, no sabe qué contestar.
–Yo sé que ellos toman, pero nada más, de drogas no sé, no creo.
Me da algunos nombres que busco en facebook cuando llego a mi casa. Todos son fotocopias de sí mismos, usan gorras nike, chaquetas puma, camisetas hollister o camisas de rayas con manga larga abotonadas hasta el cuello, jeans anchos, tenis blancos adidas, piercings en las orejas, gafas oscuras en la noche, levantando el pulgar o haciendo que disparan un arma imaginaria. En las fotos en que aparecen sin camisa tratando de sacar los músculos que no tienen se ven como niños jugando a ser grandes, algunos con cadenas y tatuajes en los brazos, muchos con rosarios colgando, pinta de sicario de televisión y se me hace difícil imaginar a una niña como Silvia o como otras que aparecen en las fotos, tan prolijas, tan cuidadas, tan bonitas, a su lado. Muchos han estudiado en colegios privados, sus familias no serán dueñas de casas en Ruitoque o apartamentos frente al mar en Cartagena, pero tampoco son niños pobres, viven en condominios de edificios, esos conjuntos encerrados con portero donde se supone que no viven chicos como ellos, porque esos, viven en el norte y en esta parte de la ciudad sólo vive “gente bien”, unos más ricos que otros, pero todos “bien”, una clase media - media alta emergente, la del centro del sándwich de la estratificación social.
Es miércoles 22 de diciembre del 2010 y en otra parte de la ciudad, un chico que pudo haberse convertido en uno de ellos, o mejor, el chico que ellos debieron ser si no hubiesen escogido en este juego ser del bando de los malos, se prepara para dejar la policlínica después de seis días. El Dr. Lora anuncia que las heridas no se infectaron, que ya le pueden dar de alta, pero lo que realmente ha querido decir es que esta vez una familia celebrará completa la Navidad, no todos tienen esa suerte.
ADRIANA MORA (Bucaramanga, Colombia, 1982) estudió Marketing y Publicidad en la Universidad de Santander (UDES) y un Máster en Dirección de Comunicación Empresarial e Institucional en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Ha publicado el cuento “Bajo La Sombra” en la Antología Cuadernos de Renata (Icono, 2008) y los cuentos “La Final” y “Ella no entiende” en la Antología Bucaramanga Escribe & Cuenta (Sic Editorial, 2008). Actualmente vive en Barcelona.
Muchas felicitaciones Adriana, excelente crónica que desnuda la realidad de la hermosa ciudad de Bucaramanga. El prototipo de persona idealizado por nuestros jovenes motivados como lo describes por lo que muestran nuestros medios de comunicación de la cultura del parche y la gavilla, parece atractiva para quien no tiene criterio para decidir por su bienestar.
ResponderEliminarSaludos desde Bogotá!!
describe tal cual la realidad de la ciudad! excelente crónica, muchas felicitaciones adri!
ResponderEliminarExcelente descripción de una realidad que cada día es más frecuente en nuestro País, ¿qué hacer con esos jóvenes solitarios y desorientados, que buscan aceptación y respaldo? ¿Encontrarán en la educación una respuesta? Creo que este elemento también resulta interesante de analizar, son los Santandereanos y principalmente los Bumangueses los mejores en todas las Pruebas de Estado aplicadas en Colombia, en todos los niveles educativos -tanto en educación básica, como educación media y educación superior-, en especial los estudiantes de colegios privados de élite, como donde estudian los jóvenes de esta crónica, ¿será suficiente con saber mucho de matemáticas, ciencias, filosofía, literatura,...? ¿Serán realmente estos nuestros mejores colegios?
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