viernes, 21 de enero de 2011

PARTES DE GUERRA

por Matías Cambiaggi

Tras los pasos de un taller de periodismo para jóvenes privados de su libertad


Si no escribo soy piedra
Y vuelvo a ser tan sólo un expediente
César G/Camilo Blajaquis

Cinco jóvenes gritan y agitan sus pistolas al aire. Dos de ellos toman del cuello a un hombre y una mujer con sus caras blancas por el miedo. La tensión aumenta. Los jóvenes apuntan sus armas a las cabezas de los rehenes y comienzan a negociar su rendición. Decenas de cámaras y de ametralladoras los apuntan a ellos. Los rehenes ni siquiera pestañean. Del otro lado de la pantalla tampoco nadie lo hace. La imagen vuelve al estudio. Zoom hacia el gesto de indignación del conductor del noticiero. El rating no para de crecer.

Durante los últimos años en la Argentina, más allá de los cambios en los personajes, las geografías y las circunstancias asistimos regularmente a escenas como esta trasformadas en un triste show mediático en donde la realidad en toda su complejidad es la primera herida de muerte. Sin embargo, para quien quiera oír, lejos de los estudios de televisión, y sin el respaldo de anunciantes, hay quienes cuentan la historia de otra forma.

Sus testimonios son como las miguitas de pan de aquel viejo cuento. Apenas leves rastros en un bosque salvaje dominado por los dueños de la palabra, pero ahí están para quien se disponga a encontrarlos:

“¿Por qué los medios no dejan de hablar de nosotros como hablan y se dedican a hablar de los grandes robos que hicieron al país los Menem, los Cavallo y los De la Rúa que fueron responsables de las políticas que nos llevaron a nosotros a terminar acá?”

“La solución para la inseguridad no es más cárceles ni más policías en la calle ni penas más largas, ni bajar la edad de imputabilidad. Nosotros que vivimos la otra inseguridad creemos que la solución es darnos trabajo a los menores y que nos paguen bien para no llegar a delinquir”.

Internet atraviesa todas las fronteras, incluso las que construyen las rejas. Las voces venían desde el Instituto Belgrano, un centro de régimen cerrado para pibes privados de su libertad por imputárseles alguna causa penal. Particularmente desde su taller de periodismo y el resultado de sus clases y charlas: la revista El sueño y la libertad, subida regularmente a la web y convertida, de esta forma, no sólo en un vehículo de expresión de quienes han escrito y escriben en ella, sino también en un puente para romper, a través de la palabra escrita, con tanto aislamiento.

Cruzando el puente

El Instituto Belgrano está perdido en el medio del barrio de Balvanera, entre el ruido de la avenida que lleva su mismo nombre y las fachadas de épocas similares a la de este centro de régimen cerrado. Posee una puerta grande de dos hojas con rejas negras, propias del estilo de otras épocas, aunque actualmente se encuentra reforzada por razones ajenas a las de la estética, con una malla de acero. Sobre ella cuelga una sobria chapa, similar a la que cuelga sobre las escuelas públicas, con la identificación del nombre del instituto.

Para entrar es de rigor tocar un timbre y esperar a que el personal de seguridad -en este caso un hombre alto, algo pelado y con unos abundantes bigotes-, tras preguntar y verificar motivos, permita el acceso.

El pasillo de entrada tenía la pintura deteriorada pero aparentemente en refacción, como podría indicar la escalera que lo custodiaba con dos pinceles haciendo equilibrio sobre uno de sus escalones. Tras ese primer pasillo, sigue otro más breve, una curva y más adelante una puerta de acero con candados a la cual hay que golpear para que algún otro responsable de la seguridad permita al visitante o al plantel pedagógico, ingresar o salir.

Tras cruzar esa puerta sigue un nuevo, pero en este caso largo pasillo, más adelante un patio extenso y decorado con coloridos murales y finalmente una última puerta de acceso a la escuela que funciona en su interior, tan colorida como el patio, decorada con varios afiches de colores aludiendo a diversas efemérides.

-Los pibes se agrupan por su nivel educativo- me dijo Juan, el coordinador pedagógico-. En el tercer piso los de primaria, (22), en el segundo los de secundaria, (6), y en el tercero lo que llamamos Autonomía, (6), en donde están los que muestran avances, los que mejor responden a las consignas de los docentes y que son más solidarios. En ese piso hay tanto de primaria como de secundaria.

-¿Todos tienen la misma edad?

-En el Belgrano todos tienen 17. Estos centros están organizados con el criterio de que a cada uno le corresponde una edad.

-¿Cuando cumplen 18?

- Pueden tener un egreso asistido con la familia o ir al Agote que es un instituto similar al Belgrano, pero ya lo hacen en calidad de detenidos hasta que resuelvan su situación en la justicia.

-¿Porque no se llaman más Institutos de Menores?
-Porque en el 2005 se dio el debate sobre que área del Estado debía hacerse cargo de los centros de régimen cerrados. Antes los tomaba Justicia y ahora la Secretaría de Niñez y a partir de ahí se modifican la concepción y las funciones. Antes la función del lugar era punitiva. Ahora, la idea es lograr una intervención que les permita construir un proyecto de vida distinto.

¿Cuál sería ese “proyecto”? Me parecía que la intervención además de llegar tarde pedía demasiado. ¿Existirá acaso algún proyecto más democratizador que un par de Nikes para quienes llevan toda una vida de marginados? Lamentablemente no tenía las respuestas a esas preguntas, sin embargo, sí sabía que pertenecer a la sociedad de consumo tiene sus costos y que este Instituto es una prueba de ello.

Se hacía la hora de la clase y volví a escuchar a mi interlocutor con atención:
“Vos vas a ver pibes que dejaron la primaria hace doce años y posiblemente con un alto grado de consumo y por lo tanto tienen los hábitos del alumno completamente perdidos.

Con esos pibes no podés plantearte que terminen la primaria. El primer objetivo es conseguir que escuchen a la maestra durante dos horas”. Esas últimas palabras de Juan empezaban a flotar en el ambiente con el peso de una advertencia cuando los chicos comenzaban a llegar desde sus celdas, alternando miradas esquivas, amigables, gestos de sorpresa y una buena parte indiferencia.

Mónica y Cecilia, las docentes, los empezaron a convocar al taller y al rato, después de un poco de insistencia y con un poco de ayuda del guardia de bigotes frondosos, éramos ocho en el aula.

La charla empezó con las presentaciones y la explicación de los motivos de mi visita pero no había muchas ganas de escuchar a nadie en una pequeña aula mientras el sol de un día primaveral se escapaba como el aire caliente, entre las manos de un taller de periodismo.

Todos tenían el pelo muy corto. Al ras. Tyson jr tenía la espalda de un boxeador pero en una versión reducida a un metro sesenta, zapatillas con resortes y no levantaba la mirada de la historieta que tenía entre manos. Al lado de él un chico que no quiso decir su nombre y -que dado su fornido metro ochenta, fue preferible no insistir- hacía lo mismo que el otro con las caricaturas pero con el diario El Argentino, que exhibía en su portada la foto de una modelo con poca ropa. Tenía unos ojos chiquitos y unas zapatillas muy grandes; Juan por su parte, había sido el último que había llegado y el más preocupado por irse. Él no quería mirar ninguna revista. Cada dos minutos se levantaba de la silla e insistía con que se quería ir. Él también escondía su mirada y cuando decidía hacerlo, lo hacía de costado.

Tenía una ceja lastimada y parecía tener un ojo un poco más chico que el otro; Alexis era de autonomía y tenía una actitud muy distinta con las profesoras y conmigo. Es alto y flaco pero no desgarbado, usa pantalones de basketbolista y también tenía el pelo rapado. A diferencia de los otros tenía ganas de escribir en la clase y mostrar lo que él sabía. Tenía ojos bien grandes y miraba de frente; Pablo, el último del recuento, desentonaba en relación a sus compañeros. Pelo un poco más largo que el resto, dejando ver unos bucles, usaba un pantalón de jean y un sweater azul. También miraba de frente, aunque a veces bajaba la mirada por timidez.

El tema de la charla iba a ser el caso Píparo, un robo reciente sucedido a la salida de un banco, comúnmente llamado salidera, en donde el ejercicio consistía en leer la noticia de los diarios y comentar qué les parecía.

Antes de empezar a leer comenzaron las deserciones. El primero fue Juan que después de insistir veinte veces logró que lo dejaran salir. A los cinco minutos lo traía del brazo el guardia preguntando si se había ido por decisión de él. Se quedó otros cinco minutos y volvió a aburrirse y pidió con cierto enojo irse nuevamente. Repentinamente Tyson Jr, y el que nunca dijo su nombre, decidieron desentenderse de sus revistas y se levantaron decididos a irse. Mónica y Cecilia intentaban concentrarse en los que respondían aunque mirando de reojo a los otros tres. Finalmente los dejaron salir.

-Bueno ahora escribamos. -dijo Cecilia, después de una lectura accidentada-.
Al minuto sonó el timbre indicando que el horario del taller había terminado y que Pablo y Alexis, los dos que quedaban, también debían ir al patio.

Así lo hicieron, pero dos minutos más tarde, de cara al sol, me contaron los motivos por los que estaban encerrados y sobre sus proyectos cuando salieran. Alexis decía que quería hacer una revista: “Yo te digo que en otro momento nos juntemos así te cuento mi historia y vas a ver que nos llenamos de plata”. Si no tenía suerte con eso igualmente tenía confianza en que de alguna forma se la iba a rebuscar. Pablo, en cambio, decía que tenía decidido trabajar con su papá en la carpintería cuando saliera. Su familia le pagaba un abogado defensor, la mayoría de los otros pibes tienen el que les asigna el Estado gratuitamente. Lo único que leía era el diario de la iglesia que le llevaba la madre los domingos.

Cuando le pregunté como se llevaba con el resto del pabellón se le humedecieron los ojos y me contó que todos le quieren pegar pero que él no les presta atención, que se queda siempre encerrado en su celda para que no lo molesten y que no ve la hora de salir.

Terminé dándole ánimo y conteniéndolo para que no se quebrara en frente de los otros pibes.

-Mirá, me decía Cecilia- los últimos años se ve un cambio importante por ejemplo en las clases de alfabetización. Acá había pibes que sabían leer y escribir y volvían al mes y no se acordaban de nada y todo eso por culpa del paco.

-¿Ustedes siguen de alguna forma en contacto con los pibes después que salen?

-No el seguimiento lo hace otra área, pero igualmente a veces nos enteramos de algunos casos y a veces es doloroso cuando pasa lo peor.

-¿Qué terminan presos?

-No. Cuando nos enteramos que están muertos.

El camino de vuelta

Antes de irme del Instituto, Mónica y Cecilia me dieron orgullosas unos recortes de una revista dominical en donde le hacían una entrevista a un ex alumno de ellas, Cesar G, alias Camilo Blajaquis. El título era “El poeta de la calle” y también era la forma de demostrar que, a pesar de tanto viento en contra, a veces se podía hacer la diferencia.

César salió en libertad tras cinco años de encierro, en enero de 2010, y desde ese momento vive una primavera mediática con entrevistas para la televisión, radios y varias revistas. Sacó un libro de poemas y el lugar elegido para presentarlo fue un bar del barrio de Palermo llamado Eterna Cadencia, en el que para ingresar, igual que en el Instituto, era necesario tocar un timbre. El timbre de este bar era para que no ingresara en él la “inseguridad”, el del Instituto era para que no se fuera.

El bar funciona en lo que antes era un patio, ahora remodelado con una estructura vidriada de la cual cuelgan unos spot de luces y una escultura con forma de esfera. A pocos metros de ahí, en un breve entrepiso, descansa un piano en la compañía de algunos potus que lo rodean. César logró ser aceptado, pero él no olvida de donde viene:

-A mi me decían vamos a evaluar cuando estés apto para reinsertarte, una vez que estés recuperado y regenerado y yo les decía: ¿Cómo voy a reinsertarme donde nunca estuve inserto? ¿Recuperarme de qué? ¿Salía a robar porque estaba enfermo? Y ¡Regenerarme las pelotas! ¿Qué somos monstruos? Un montón de pibes se quieren rescatar pero tienen que tener la oportunidad. Yo me busqué un puente que me lleve a esa esperanza-siguió- y ese puente fue la poesía.

La imagen del puente volvía a hacerse presente. Era el momento de comenzar el camino de vuelta. Iba quedando atrás la experiencia del taller de periodismo del Instituto Belgrano y todo seguiría su curso normal en el mundo de los pibes que nacieron sin suerte: César se iría aplaudido después de la presentación de su libro y bien merecido lo tenía. Muchos de sus ex compañeros de encierro volverían a caer presos y a otros tantos los esperaría una muerte prematura a manos de la policía o de alguno de sus vecinos.





MATIAS CAMBIAGGI (34, Argentina). Sociólogo, egresado de la Universidad de Buenos Aires. Colabora en la Agencia de Noticias Nota al Pie, sostiene el blog Comunas en Red y publicará a comienzos del año entrante su primer libro “Héroes, fantasmas y otras pasiones barriales”.

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