Por Rafael Espinosa.
Los cocodrilos cambiaron su color a consecuencia de los altos grados de contaminantes en el río Grijalva de Chiapas. El hallazgo del único cocodrilo azul fue una noticia internacional, aunque el asombro general se ha esfumado a través de los años.
Nadie de la ciudad y quizá ni del mundo entero podía creer el hallazgo jamás visto en los últimos tiempos, pues había nacido el único cocodrilo azul entre las montañas milenarias de paredes kilométricas del Cañón del Sumidero, al sureste de la República Mexicana.
El encuentro del anfibio atípico llamó la atención de científicos y expertos quienes mediante estudios especiales determinaron que la contaminación ambiental fue la causa de la alteración de su color, que si bien el cuerpo es semejante a los de su especie ningún otro en la tierra posee el privilegio de su pigmentación.
En los primeros días el hallazgo ocupó fugazmente la vista de miles de televidentes y lectores asiduos de periódicos locales en cafeterías, así como el oído de los radioescuchas, sin embargo, han pasado siete años y parece que los ojos que fueron testigos durmieran profundamente ajenos a la vida azarosa del reptil.
En 2003 el médico zootecnista norteamericano Luis Sigler -con ayuda de otros especialistas-, descubrió el primer vertebrado azulado en una camada de 40 crías que estaba desperdigada en una playa ligera del Río Grijalva, al pie de las imponentes paredes del Cañón.
Entre los murmullos de los que conocieron al estadounidense contaron que tomó con extrañeza entre sus manos al pequeño reptil, incluso lo sacudió para cerciorarse de que no eran rémoras o alguna pigmentación externa adherida al cuerpo de textura rocallosa.
Desde ese entonces inició con insistencia las investigaciones hasta que las abandonó a medias por mejores ofertas de trabajo en su país de origen, pues regresó a Estados Unidos para emplearse en el acuario mundial de Dallas, sin embargo, todas las pesquisas convergieron en que el cambio de color del ovíparo se debió a los contaminantes que las industrias y la población en general arrojan en el río.
Momentáneamente los ojos del mundo se clavaron en Chiapas y el gobierno del estado se interesó más en el hallazgo, de modo que mandó llamar y contrató por su fama a Jerónimo Domínguez Laso, un joven biólogo queretano obstinado al estudio de los reptiles.
Jerónimo continuó de manera estricta y rigurosa el Proyecto Sumidero Croc (Rescate, Recuperación y Conservación del Cocodrilo del Río Grijalva), que se desarrolla desde hace más de un lustro en el Cañón, de modo que localizó seis reptiles más de la extraordinaria extirpe en el transcurso del 2003 al 2006.
Con el paso del tiempo seis de los vertebrados abandonaron este mundo por sus condiciones famélicas y la sordidez del medio en que fueron hallados, sólo quedó un sobreviviente cuyo destino es tan incierto como el de los seres humanos, no obstante, si este último perece no quedará indicios de su periplo por la tierra y pasará a la historia como la extinción de los dinosaurios.
En la actualidad el joven biólogo navega periódicamente sobre las aguas del caudal con la esperanza ilusoria de encontrar una manada tierna raptando sobre la arena del río que atraviesa la frontera entre Chiapas y Tabasco.
El queretano bautizó cariñosamente al insólito cocodriliano con el mote de “Gasparín II” por su color particular, y nombró “Gasparín” y “Sabina” a la pareja que lo procreó. Por azares de la naturaleza el macho y la hembra están libres y distanciados en ríos diferentes.
En aquel entonces la increíble criatura de un año y tres meses de edad, tierno y asustado, no era más largo que un teclado de computadora de escritorio, pero ahora tiene los bríos necesarios para defenderse.
El día que visité a Jerónimo, un hombre de 34 años de los cuales 18 se ha dedicado al cuidado de los reptiles, él estaba sentado en una poltrona frente a su escritorio rebosante de papeles, libros, discos compactos, artesanías consagradas al cocodrilo, en una oficina reducida y fría con cuadros y fotografías en las paredes.
Sin perder la manía de frotarse la barba de chivo, el especialista contestó cada pregunta con parsimonia, incluso asintió con certeza que la alteración de la melanina de los anfibios obedece a la imprudencia de la población en general que sin razonamiento arroja la basura al río.
Con un tono dramático y contundente aseguró que existen análisis de la sangre y de la condición física de los reptiles cuyos resultados son lamentables y no entiende el asombro de la población que se pregunta por qué Gasparín II es azul.
Encendió un cigarrillo mentolado y confesó con honestidad que es evidente la presencia de DDT (Dicloro Difenil Tricloroetano) en el Río Grijalva, el DDT es un compuesto específico derivado de los agroquímicos, insecticidas, aceites, hidrocarburos, entre otras basuras desechables que se degradan en años, cuya combinación de materiales tóxicos es capaz de causar un desastre a la fauna acuática en cualquier parte del mundo.
Los lancheros de las riberas conscientes de la magnitud del problema afirmaron con inocencia que nadie de la tierra conoce la cantidad de desechos que flota en la superficie del agua, salvo los turistas que han tenido el privilegio de recorrer el Río Grijalva en lanchas rentadas entre las altísimas montañas del Cañón del Sumidero, una de las ex candidatas a las siete maravillas naturales del mundo.
No sólo Jerónimo y los lancheros juiciosamente coincidieron en el extraordinario problema de la contaminación ambiental, pues en 2007 el investigador Eleazar Loa y el Colegio de Postrados de Texcoco, México, aseguró con pruebas científicas certificadas que el majestuoso Río Grijalva del Cañón del Sumidero es uno de los puntos más contaminados de la República Mexicana por la detección de altos grados de DDT, a través de exámenes sanguíneos y físicos de los cocodrilos.
Por razones que no necesitan mucha explicación visité varias ocasiones el Museo del Cocodrilo, el único de toda Latinoamérica y quizá del universo, enclavado en el Zoológico Miguel Álvarez del Toro (ZooMAT), a unos cuantos kilómetros de donde fue hallado el maravilloso animal. Inclusive, este museo de la capital chiapaneca inaugurado en 2004, encantó a la científica española Ángela Delgado Buscalinioni, implacable estudiosa de fósiles de cocodrilos, aunque su asombro fue mayor por la existencia del cocodrilo azul.
“Jamás había visto en el mundo un cocodrilo de esta naturaleza como tampoco un complejo destinado especialmente para los cocodrilos”, recordó Jerónimo que le dijo la asombrada mujer madrileña.
En épocas de tempestades visité por primera vez el museo. El día era lluvioso y frío. Entré en las fauces despernancadas de un cocodrilo de concreto (Museo del Cocodrilo), abrí una hoja de la puerta de cristal oscuro e imaginé penetrar en el principio del esófago de un reptil inerte. El clima era fresco y la luz decrépita. Al caminar por el pasillo curvilíneo supuse que eran los intestinos retorcidos con paredes estampadas de manglares, árboles secos, pantanos y lagos impávidos. Continué entre escaparates, vitrinas y peceras encajadas en las paredes con la advertencia de “Evite golpear el cristal”. Había exhibiciones de reptiles disecados, anfibios vivientes en agua y restos fósiles sobre pocos de arena. No se escuchaban ruidos, salvo algunas voces humanas que provenían del fondo del lugar. Por un momento tuve la sensación que así se habría sentido Simbad El Marino, en su primer viaje, dentro del estómago de la ballena. Avancé despacio, entretenido, contemplando los vivos movimientos de los pejelagartos y de las tortugas cocodrilo que nadaban en agua.
Las posiciones estáticas de los reptiles embalsamados parecían dragones de komodo en miniatura y los esqueletos de otros ejemplares suspendidos de bramantes casi invisibles se antojaba verlos como marionetas. Buenos días, solté de pronto en el vacío andador para anticipar mi presencia. Nadie contestó. La intención era ver a Gasparín II y platicar con Jerónimo, su manejador.
El rostro de Jerónimo lo había visto algunas veces en “close up” en los canales locales de TV, pero nunca hubo una llamada previa para nuestro encuentro, porque las entrevistas sorpresivas son más emocionantes y confirman o desmienten la fama del entrevistado.
En las entrañas del cocodrilo quimérico me topé con una puerta abierta que en días de público siempre está cerrada. Saludé en voz alta y un joven, quien luego supe era el auxiliar de Jerónimo, apareció para preguntarme amablemente el motivo de mi visita. Sin más preámbulos formales pregunté por Jerónimo Domínguez que en esos momentos atendía una llamada telefónica, eso me dijo más tarde.
Fidel Herrera, gobernador del estado de Veracruz, México, era el interlocutor del otro lado de la línea. Pedía ayuda para capturar un centenar de cocodrilos que escaparon de una granja de manejo ambiental durante las inundaciones provocadas por el huracán Karl.
La incertidumbre por conocer la identidad física e intelectual de Jerónimo me condujo a equipararlo con el australiano intrépido Stephen Robert, conocido a nivel mundial como “El Cazador de Cocodrilos” por su osadía y los desafíos del instinto animal, paradójicamente muerto a los 44 por el piquete de una mantarraya en septiembre del 2006, después de burlar la violencia de los carnívoros en varias demostraciones que millones de televidentes fueron testigos.
De pronto, se escucharon pasos silenciosos en el pasillo que borraron de mi mente el personaje histórico para después presentarme con Jerónimo. Él asintió con naturalidad hablar de los únicos cocodrilos mutantes. Parecía un explorador vestido de pantalón militar y playera fresca, trenzas largas, barba y bigotes cobrizos, y dientes grandes. Los tres colmillos de su collar (de los tres tipos de cocodrilos que hay en el país y que sólo Chiapas posee la grandeza de tenerlos: cocodrilo de río, de pantano y el caimán), se movían al ritmo de sus pasos.
-Son mis amuletos -reveló con una ligera sonrisa sin abandonar el vicio de tocarse la barba.
Nos dirigimos rumbo a las “acuaterrarios”.
Su oreja izquierda era atravesada por un arete circular plateado, parecido a la pulsera que ciñe la muñeca de su mano derecha en cuyo brazo tiene tatuado un ofidio posiblemente en honor a su hermano menor que es especialista en estudiar serpientes venenosas.
Llegamos a un traspatio desbordado de “acuaterrarios” con 280 ejemplares que rodean el Museo del Cocodrilo. En el primer estanque estaba Gasparín II, imponente, majestuoso, aguerrido, temperamental, inspirador, poético, mítico, magnífico, serio, imperturbable, abstracto, espinoso, rollizo, escamoso, rígido, colmilludo, voraz, joven, perspicaz, cautivo, encantador, atractivo, singular, respetable y de mirada triste. Detrás de unas rejas como un preso, cuidado como un tesoro y alimentado como un millonario, supremo como el jaguar entre Los Mayas y emblemático como Las Mil y Una Noches en la literatura clásica.
Jerónimo abrió el “acuaterrario” y presentó al imperioso anfibio que rehusó moverse a pesar de que recibió golpecitos suaves con un tubo con punta de plástico -es perezoso creí-, pero de pronto reaccionó malhumorado, lanzó una mordida al aire que chapoteó el agua y presumió su furia enardecida y su organismo integral: siete años, 27 kilogramos, 1.75 metros de largo y un cuerpo saludable.
Durante el recorrido entre un mar de jaulas reconoció con severidad que el Cañón del Sumidero tiene niveles preocupantes de metales pesados como el plomo.
-El otro plomo también es un peligro –dijo en chanza refiriéndose a los cazadores furtivos.
Saltamos corrales, subimos en la azotea del museo donde hay una guardería de reptiles recién nacidos y siguiendo la imaginación antes descrita estábamos ahora en el lomo del cocodrilo de concreto.
Aprendí que la cadena alimenticia puede ser nutritiva y a veces destructiva, pues la flora marina infectada es consumida por los peces y otros animales acuáticos de menor tamaño, y éstos a la vez son el alimento de los cocodrilos, lo cual significa que los reptiles terminan enfermos y mutantes por el consumo de animales y algas contaminados.
Esa noche en casa comprobé en Internet que el tema era virgen, no había indicios de cocodrilos azules en el mundo, salvo la fotografía del norteamericano Louis Guillete que encapsuló un cocodriliano azul en Gainesville, Florida. Pero su color fue momentáneo por un efecto luminoso del cielo que se reflejó en las escamas del animal.
En mi última visita a la galería estuve en un pequeño anfiteatro al aire libre del Museo del Cocodrilo, bajo la sombra de árboles descomunales, donde había un grupo de unos 40 niños de primaria. Algunos retozaban distraídos y otros estaban sentados sin poner atención a la profesora que ordenaba con su voz autoritaria la tarea del día siguiente, que consistía en describir el recorrido en el museo.
En esos momentos una joven pareja, evidentemente extranjera, caminaba despacio tomada de las manos y entretenida en los “acuaterrarios”. Ambos eran blancos, enhiestos como un asta, con lentes de montura negra, mochilas al hombro y cámaras fotográficas colgadas del cuello. De pronto, uno de los niños de la gradería de atrás, desde su asiento, exclamó emocionado:
-¡Miren, los gringos!
Sólo dos del grupo voltearon.
-No me insultes –repuso serio el joven en un castellano imperfecto, en tanto que su pareja esbozó una sonrisa tímida.
La catedrática distraída en el barullo de sus alumnos seguía con la instrucción de la próxima clase.
-¿No son gringos? –preguntó el infante a los extraños.
Hubo un silencio fugaz.
-¿Son mexicanos? –insistió el menor tratando de corregir su error.
-Sí, somos mexicanos –contestó el turista un poco menos molesto-, suena mejor, dijo. Y la pareja se perdió en los andadores.
RAFAEL ESPINOSA (México). 31 años. Es comunicólogo egresado de la Universidad Autónoma de Chiapas, en la frontera de la República Mexicana con Guatemala. Nació en Ocozocoautla de Espinoza, un pueblo a unos kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas, donde actualmente tiene su residencia.
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