Por Natalia Carrizosa
La última historia del lobo feroz.
Cuando Rick Huboux decidió revelarme que un lobo rondaba el bosque detrás de mi casa no me atreví a confesarle que de algún modo extrasensorial yo ya lo sabía. Aunque este funcionario francés de la Oficina de protección de la vida salvaje me hable del mito del lobo percal en la Grecia antigua y su relación con las Pachamamas de mi continente, sería inapropiado entrar en el terreno de lo irracional. No le digo que desde hace semanas me siento como la heroína de una película de miedo en la escena en que el mal acecha, y ella va a buscarlo. No fueron los titulares alarmistas de ataques a corderos en los pueblos vecinos, ni las recientes manifestaciones contra el regreso de este animal a Francia después de haber sido exterminado en los años treinta. Fue por una sensación de temor inminente y atracción que empecé a rastrear el bajo bosque, a visitar alpajes, escarbar en los archivos comunales y que vine a preguntarle lo que sabía.
Huboux se ha alejado de los tres anaqueles consagrados a la literatura sobre este animal donde también reposa su colección de lobitos de plástico. Ahora señala a través del vidrio de la puertaventana de la terraza los caninos de Snoopi, su perro-lobo checoslovaco, y me invita a acercarme para que entienda la diferencia entre la mandíbula de esta raza fruto del cruce de pastores alemanes con una loba, y la de un verdadero canis lupus.
Snoopi, conocido entre los vecinos como la bestia, se lanza contra la puerta de la terraza haciendo temblar toda la casa. La bestia es demasiado fuerte para controlarla con correa de púas y lleva en cambio un collar eléctrico con el que su dueño puede mandarle corrientazos. Aún así yo me quedo parada detrás de mi silla lista para usarla de escudo.
Un miedo ancestral
¿Quién le teme al lobo feroz? De acuerdo al libro Osos y Lobos en Saboya, los humanos se han debatido entre el miedo al peligro concreto que los lobos representan y el miedo a la amenaza imaginaria que simbolizan. En realidad el lobo feroz es una metáfora de algo más abstracto. Tras la primera visita a Huboux las piezas comenzaron a encajar. Este naturalista de profesión y antropólogo amateur comenzó por iniciarme en el secreto de los amuletos paganos de los ancianos del país de Saboya, lo que me abrió una ventana a la lógica del miedo.
Desde entonces, empecé a reconocer los amuletos en las fachadas de las casas de esta región de Francia. Los jóvenes ya no saben qué significan y los ancianos prefieren no hablar de esas cosas. En la fachada de mi casita en el claro del bosque, al pie del Vuache, en ese lugar llamado Les Daines, hay una cruz. La cruz, desde tiempos inmemorables y en todas las culturas, aún antes del cristianismo, sirve como protección. Para cerrarle el camino al mal, al diablo, a los malos espíritus y a esos hombres lobo que de acuerdo a la tradición oral abundaban en Chaumont, nuestro pueblo.
Louis Gaillard, abuelo de los Gaillard que aún viven en Chaumontet (uno de los caseríos que componen nuestra comuna), contaba que un lobo se le apareció a un joven campesino que segaba el pasto de su huerta de frutales. El animal comenzó a correr en círculos a su alrededor hasta que el joven logró cortarle la pata con la hoz y el lobo huyó herido. Cuál no sería su sorpresa cuando al regresar a casa encontró que su padre había perdido el brazo y su madre lo reprendió. Fue así como supo que su padre era un hombre-lobo.
Gaillard también contaba la historia de unos niños que jugaban en un potrero debajo de Chaumont cuando un hombre lobo se apareció y tomó a Colardon entre sus garras. Los niños empezaron a gritarle en patois de Saboya: “poussa Colardon”, “poussa Colardon”, que traduce “Deja a Colardon” y el hombre-lobo dejó a Colardon pero se llevó a Chardon, otro de los pequeños.
El mito del hombre-lobo se encuentra de una u otra forma en todas las culturas que tuvieron que enfrentar ataques de lobos desde el Asia menor hasta el Canadá. En Chaumont, como en muchos pueblos del país de Saboya, hubo ataques de lobos a humanos.
Una página manuscrita del registro parroquial de la época, relata que el 13 de julio 1746 el lobo devoró a Estienne, de 8 años, hijo de Nicolas Merard, quien fue sepultado ese mismo día. El párroco, que firma JM Foncet, relata a continuación en su francés del siglo XVIII, que en los últimos años los lobos se habían extendido en el altiplano y que varios niños habían sido devorados en las puertas y en las cavas de las casas. Además de Menard murió un niño de apellido Mossierre (que es una familia que hoy sigue viviendo en el pueblo). Foncet explica que los pastores ya no se atrevían a llevar a pastar a sus ovejas pues el lobo prefería atacarlos a ellos más que a las bestias y se queja de que los cazadores del pueblo no lograban alcanzar al predador.
Entiendo que quienes ocuparon la antigua granja que luego fue un refugio de resistentes del maquis y ahora es mi casa, quisieran protegerse con la cruz. Está tan aislada que me suena raro cuando en su análisis del nuevo ecosistema que propició el retorno del lobo Huboux incluye a mi familia en la categoría de los “peri urbanos”, que viven en el campo pero no son agricultores y dependen de una ciudad.
Los periurbanos sufren por la deslocalización de industrias que han dejado a millones sin trabajo, la falta de atención médica, de transporte público y de guarderías, pero los agricultores tradicionales, y particularmente los pastores de alpaje, viven además en una situación terriblemente precaria que amenaza acabar con esta forma de vida. Ahora, además, deben empezar a enfrentar el retorno del lobo.
Por eso Huboux no deseaba que los agricultores vecinos se enteraran de su secreto. Hace unas semanas había encontrado el despojo de un gamuzo descuartizado arriba del cementerio y comprobó con sus mediciones que había sido devorado por un lobo. No dijo nada pues no quería que también en Chaumont comenzaran las presiones para autorizar un tiro de protección. Después de ese tiro cayó una loba cargada con lobatos.
Lo que hizo fue tomar una foto del animal con la carne arrancada y el pescuezo totalmente destruido. “Mira, aquí está”, me la muestra orgulloso en la pantalla de su computador. También tomó la cabeza y la puso a la entrada de su casa. Y no dijo nada, hasta ahora. Nadie le preguntó qué era esa cosa tan horrible ahí afuera. La gente de la región, en su mayoría periurbanos que trabajan o, en estos tiempos de crisis, buscan trabajo, ya no se interesan por los símbolos que reposan en las fachadas de las casas. Son tradiciones ancestrales que están muriendo junto con los últimos campesinos franceses, esos viejos de mirada perdida sentados en sus cocinas de fórmica y tomando café en el mismo vaso del vino.
Los detractores
Primero me pareció gracioso. “Qué folclórico. Suceden tan pocas cosas por aquí que lo más grave que reseña la prensa es el retorno del lobo a la alta Saboya”, pensaba yo, que venía de un país en guerra. Y los artículos eran de locos. Completamente sesgados a favor de los pastores más extremistas en la guerra contra el predador y críticos de los ecologistas que lo defendían. Reproducían sin ninguna distancia las conclusiones de asociaciones de criadores que denigraban de la Unión Europea y sus tratados de protección de la vida salvaje con los que de acuerdo a ellos se quería instaurar una “ecolocracia”, es decir, una nueva forma de autoritarismo donde los animales serían más importantes que el ser humano.
***********************
Voy a la casa de Pierre Metral porque es el presidente de la asociación “Vivir sin el lobo” un grupo de repudio a este carnívoro creado en apoyo de Frank Michel, un cazador de Bonneville, que enfrenta un juicio por matar una loba y esconder su cadáver. Para llegar tengo que subir al pueblo Le Petit Bornand por una de esas carreteras de montaña de curvas cerradas y desfiladeros vertiginosos que recuerdan el comienzo de El resplandor. Los pinos crecen muy juntos formando un ángulo de treinta grados con la montaña. El sol se deja ver sólo a veces, enceguecedor. Antes de llegar un letrero me da la bienvenida. En este lado del departamento no se hace la Tomme, sino este otro queso cremoso de leche cruda, típico de los refugios de montaña.
Al llegar al lugar donde el valle se amplía, se ven las primeras granjas y chalets de madera con decorados en forma de corazón. Apenas a unos metros de las casas, suben paredes verticales de piedra de una decena de metros y se ven los picos nevados muy cerca.
No tengo una dirección con número de calle. Es, como mi casa, lo que en el campo francés se conoce como un lieu dit (lugar llamado tal). Así que aprovechando la ventaja de los pueblos pequeños, lo que hago es preguntarle a una mujer que se pasea con un pastor Bernés cómo llego a donde Metral. Su casa, que queda en el piso de arriba de una construcción agrícola, se encuentra detrás de un vivero de montaña especializado en pinos de navidad. Me abre la puerta un hombre serio, pero mucho más joven (unos cuarenta años) y hablador de lo que imaginaba. Tenía miedo de encontrarme con uno de esos campesinos que no le tienen miedo al silencio y con frecuencia contestan con monosílabos, pero Metral es un vocero de su gremio, sabe de manejo de medios y es muy articulado, casi como cualquiera de los intelectuales parisinos que invitan a los sets de la televisión pública francesa. Mientras tomamos café comienza a contarme la historia de su primer encuentro con el lobo, hace tres años.
En ese entonces, me dice, podía dejar pastar a sus cabras y vacas por la noche. Era más fácil para él y se adaptaba mejor a los ciclos de los animales, porque en el día hace demasiado sol en las faldas de la montaña. Así que en la mañana hizo entrar el rebaño y descubrió que tres cabras estaban mordisqueadas. A una de ellas le faltaba la mitad del muslo. Al contar los animales cayó en la cuenta de que faltaban tres. Pero antes de llamar a la persona de la administración que se encargaría de determinar que en efecto había sido un ataque de lobo y no de un perro errante, tenía que encontrar el despojos de los animales desaparecidos. De no hacerlo no recibiría la compensación que el Estado francés entrega en estos casos. Pero un alpaje son 170 hectáreas de montaña y desfiladeros y sólo logró encontrar uno de los cuerpos. Estaba cargada, “confirmado por la ecografía”, agrega, aunque no era común por la estación y la edad de la cabra. Así que la abrió, sacó los embriones, los metió en el congelador, “es muy apasionante, un plan verdaderamente bueno”, dice irónicamente.
Finalmente el funcionario no reconoció la pérdida de los embriones y ni siquiera quiso mirar el congelador porque la cabra sólo tenía seis meses. “Uno tiene su trabajo, ordeña, hace su queso, ya es un trabajo de tiempo completo sin tener que dedicarse a estas cosas. Es todo eso lo que cambia en la vida de uno”, dice con amargura. “Para colmo uno termina enfrentado a la administración en el rol del ladrón que intenta robarle haciendo una falsa declaración cuando tuvo un día miserable”.
Algo que siento desde que vivo en el campo es que la gente de las ciudades lleva muchas generaciones cortada de realidades tan obvias como que la carne que comen viene de animales vivos. Y su idea de amor a los animales pasa por una humanización romántica de estos. Por eso cuando toman conciencia de lo que implica ser carnívoros muchos terminan considerándolo un crimen. No les cabe en la cabeza que un pastor como Metral pueda amar a sus animales y que para él, el hecho de que vayan a terminar en el matadero no implica ningún dilema insuperable.
Para la “gente de abajo” como se refiere Metral a todos los que no viven en la montaña, ya sean periurbanos de la Alta saboya que trabajan en bancos de Ginebra, funcionarios de entidades ambientales de París o periodistas extranjeros de lugares tan alejados como Colombia, es difícil entender que los pastores no estén contentos con la indemnidad, aunque sea generosa. “Eso solo funcionaría si al pastor no le importara su rebaño, pero si es su vida, su historia, eso no puede funcionar”.
Metral lucha porque se tome en cuenta a los pastores en las políticas relacionadas con el lobo, En especial en las decisiones de autorizar tiros para controlar su población. Aunque también es consciente de que esos tiros no sirven de mucho, a no ser para que la gente de la región sienta que por fin ha sido escuchada.
Lobos en la aldea global
Salgo de le Petit Bornand cuestionando muchas ideas que tomaba por sentadas. Como inmigrante de un país exportador agrícola pobre, me indignaba el activismo campesino francés. Los subsidios agrícolas franceses me parecían un despropósito. “Es que una vaca francesa tiene mejor sueldo que un jornalero colombiano”, repetía furiosa y feliz de chocar a los activistas altermundialistas que no pueden faltar en las soirées (fiestas) francesas. “Y ese cuento de que sólo se puede hacer champaña en esa región de Francia donde hasta la más perrata de las explotaciones de una hectárea vale un millón de euros y no en cualquier valle de Chile... eso es puro esnobismo y neocolonialismo”, sentenciaba con mis vinos espumosos encima.
Pero ahora me daba cuenta de que la realidad del campo francés es más compleja de lo que mis prejuicios me indicaban. Francia, al aceptar las reglas de juego de la Unión Europea y ponerse como meta la competitividad en el mercado mundial, también corre el peligro de perder parte de su más grande riqueza, pues la globalización implica acomodarse a una serie de reglas y estándares universales que tienden a anular las diferencias y las idiosincrasias de las comunidades locales. Existe una presión en el seno de la Unión Europea, la OMC y los Estados Unidos, para prohibir el comercio de quesos no pasteurizados. Pero eso implicaría la muerte de los quesos tradicionales franceses, entre ellos el reblochon que produce Metral. Tal vez por eso cuando lo interrogué al respecto se había mostrado tan escéptico de las bondades del mercado mundial “Si tenemos que aceptar todas esas imposiciones para exportar treinta reblochones no tiene mucho sentido”, me dijo.
Me viene a la cabeza un reportaje titulado “La guerra del camembert”, transmitido hace unos días en la televisión que mostraba que detrás de los argumentos de higiene para pasteurizar el camembert estaba el interés de las multinacionales agroalimentarias más poderosas de Francia y el exterior de producir y exportar grandes cantidades de una cosa insípida que de camembert no tendría más que el nombre. Con la apelación de origen controlado “camembert de Normandía de leche cruda”, los agricultores tradicionales, que no pueden competir en precios con los quesos industrializados, pero que gracias a un saber ancestral y las condiciones únicas de su región se han especializado en hacer este queso, buscan proteger este gran patrimonio de la gastronomía y la cultura francesa.
Entonces me detengo en una venta de quesos artesanales en un chalet de madera y le pregunto a la mujer que me atiende.
-Quiero que me recomiende el mejor.
-Eso depende, me dice.
-Me gusta duro o que se derrame, lo quiero para comer de sobremesa o para hacer una tartiflette.
Al final me decido por uno no muy costoso. Sólo para ver su reacción le pregunto si está pasteurizado porque se lo voy a dar a mi bebé y no quiero que se enferme. Primero me da una clase sobre la improbabilidad médica de contagio con quesos sin pasteurizar y al final me dice, como gran insulto, que vaya a comprar un “vache qui rit” (un quezo comercial hecho con restos de quesos maduros fundido) al supermercado. Al final tengo que pedirle perdón y llevarme el queso más costoso para calmar su indignación.
Con los quesos sucede igual que con la apelación de origen de los vinos. Recientemente el documental Mondovino mostró cómo la globalización del mercado estaba imponiendo un tipo de vino de fácil apreciación que se logra en pocos años con grandes inversiones en métodos como la microoxigenación y el añejamiento en barriles de madera. Este estándar ha beneficiado a las grandes casas californianas que funcionan con la idea de marca, a diferencia de la idea tan francesa de “terroir”, que se refiere al lugar y el “savoir faire” (saber hacer) ancestral con que la vid ha sido cultivada y tratada y que le da los diferentes matices al brebaje final.
Con la lucha contra el lobo sucede algo parecido. Los pastores de alpaje difícilmente pueden competir con los productos de una agricultura extensiva hecha para el consumo masivo. Y desde instituciones externas a su realidad particular, como la Unión Europea y el tratado de Berna de protección de la vida salvaje, se les exige que cambien su forma tradicional de vida. Deben vigilar en todo momento sus rebaños, comprar perros, no dejar pastar sus animales en la noche, y dedicar buena parte de su tiempo a llenar formularios y cumplir con las formalidades administrativas para poder recibir las compensaciones por ataques.
Antes de que se impusieran las ideas ecologistas, la extinción del lobo con trampas, venenos, y cercos de cazadores se relataba como una epopeya de unos héroes que amansaron la montaña para las generaciones futuras. Pero ahora los argumentos de las asociaciones contra predadores que dicen que nuestros antepasados batallaron para amansar la montaña y que traer esos lobos es arrebatarles un bien ancestral, suenan terriblemente reaccionarios y ajenos al sentir general. En cambio, somos mucho menos duros en nuestros juicios contra los ambientalistas amateurs, que viven en una lógica de paraíso perdido que obedece a un mito más que a la historia del planeta. Consideran que como el ser humano fue responsable de haber echado a perder ese paraíso, acabando con especies como el lobo, por ejemplo, es nuestro deber recuperarlo. Esto los lleva a ser incondicionales en su protección de la naturaleza y a mirar con superioridad y desdén a los campesinos que continúan explotándola.
Para los montañeses y los ecologistas más sofisticados es claro en cambio que el ecosistema alpino actual con toda su riqueza en biodiversidad, fue moldeado también por el hombre y sus animales domésticos, y que estos son parte fundamental del equilibrio que se desea preservar. Pero mientras los segundos creen que la montaña es un patrimonio de la humanidad que debe gestionarse de forma multilateral de acuerdo a los tratados internacionales en vigor, los primeros sienten que la montaña les pertenece, o al menos, que debería ser gestionada por las comunidades locales reconociendo así su trabajo y conocimiento ancestral.
Antes de subir a le Petit Bornand yo sentía que esa creencia de los montañeses de que la montaña es de ellos era completamente loca y peligrosa. Podría llevar a un nuevo sobre dimensionamiento del peligro real del lobo y a su exterminio, como ocurrió en el pasado. Sin embargo, al bajar me preguntaba si no se trataba acaso del mismo tipo de reclamo que suena tan sensato cuando lo pronuncian indígenas quechuas en los Andes o guaraníes del Amazonas, que consideran que el lugar que ocuparon históricamente y donde están enterrados sus antepasados debería pertenecerles.
Finalmente ya no sé donde alinearme en la pelea por el lobo. Yo no quiero que desaparezca como especie, pero tampoco lloro con la noticia de la muerte de un lobo arrollado por un carro o matado ilegalmente. Rick dice que aunque se permitiera su caza eso ya no va a revertir su expansión y que la muerte de un par de lobos a manos de pastores no amenaza la existencia de la especie en su conjunto. Según él, los ánimos terminarán calmándose cuando deje de ser una novedad la llegada del lobo, como ya ha sucedido en otros lugares de Francia.
Lo que sí he entendido es que el verdadero miedo ancestral no es ese animal que ahora vive tan cerca de mi casa. El no representa para mí un peligro mayor que la violencia de una ciudad como Bogotá y, sin embargo, en muchos aspectos me siento más insegura desde que me vine a vivir al campo francés. No sólo imagino encuentros con esta bestia y con cuadrillas de jabalíes, sino que temo resbalarme en la nieve o caerme de la escalera y que nadie me encuentre hasta el final del día. Así mismo, el miedo de los pastores alpinos a desaparecer es anterior a la llegada del lobo. Este sólo llevó a darle mayor visibilidad a su situación, que ya era bastante difícil. Su futuro es incierto y lo desconocido nos asusta a todos.
NATALIA CARRIZOSA (Colombia). Creció en San Telmo, una finca quesera en la sabana de Ubaté en su país. Cuentan (su papá y sus tías) que a mediados del siglo veinte las criadas de las familias distinguidas de la capital hacían cola desde las cinco de la mañana para comprar el famoso queso San Telmo, que producía su abuelo, el Coronel Carrizosa. Cuando Natalia nació la fábrica ya había cerrado. Muchos años después, frente a las largas horas de cierre de la revista Semana, Natalia pensaba en ese santo grial de los quesos. Ahora ha vuelto al campo. Vive en Francia, en la Haute savoie, donde se producen varios de los mejores quezos del mundo. Tiene cinco gallinas y un perro llamado Sancocho. Sancocho, como una sopa de su país, una especie de "pot au feu" pero con yuca y plátano en lugar de nabos,le explica a los franceses. Natalia Carrizosa tiene con un poco de hambre en este momento.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario