lunes, 11 de octubre de 2010

DESCUBRÍ QUE ERA CHAMÁN

Por Jessica Servín Castillo

Para tener el poder de sanar a las personas no basta sólo con estudiar, también se debe tener el don. José, un Totonaca de El Tajín en Veracruz, sabe que vino a este mundo para aliviar el espíritu de los demás.



“Moriré donde llueva como en el desierto. ¿Sabes dónde quieres morir?”, me preguntó Ruchina, luego de pasarme un huevo por todo el cuerpo. “¿A qué le tienes miedo?”, seguía y no le pude responder, estaba nerviosa, no sabía lo que saldría de ese huevo al momento de romperse. “Me dan miedo las cucarachas”, le dije.

Ruchina permaneció en silencio por varios minutos. De una bolsita de plástico tomó un poco de copal y lo colocó en una loseta que estaba en el piso. Con un cerillo le prendió fuego, y un humo gris se esparció por todo el cuarto.

Él comenzó a cantar, movía el huevo de izquierda a derecha hasta que lo estrelló en un platón de barro que estaba sobre una mesita de madera. Me miró, torció los labios y dijo: “¿a las cucarachas?, pobres, les tocó ese aspecto”. Se dio la vuelta y me enseñó el platón, “este es tu aspecto”, casi me vomito, pensé que me desmayaría y Ruchina se apresuró para vaciar todo ese líquido amarilloso y negro en el fuego, en el copal hasta que se extinguió. “Vas a estar bien” dijo, quien desde hoy es mi médico, mi sanador totonaca.


Al umbral

Así es como inicia el ritual de curación. Es mi primer día en el Parque Takilhsukut, un centro indígena localizado en El Tajín, Veracruz. Estoy dentro de una cabaña de paredes hechas con troncos de árboles, todos perfectamente enfilados. La habitación no mide más de cuatro por cuatro metros. Su techo es de zacate rojo, ese que los totonacos cortan sólo cuando hay luna llena para que se purifique su casa.

Dentro hay una cama con sábanas blancas. Por todos lados cuelgan hierbas atadas en racimos. Justo arriba de la cama hay un altar con dos santos y cuatro velas blancas. A la izquierda, está la mesa de los huevos, algunos son blancos y otros tienen pintitas negras. Debajo de la mesita, formadas por tamaños, unas botellitas de aceites con nombres totonacas y un incensario, cerillos y figuras antiguas, “ese es el dios Tajín”, dice Ruchina (que en totonaca significa conocedor de la medicina tradicional), quien me permite que le llame José, su nombre en castellano.

José, junto con otros 20 médicos permanecen una vez a la semana dentro del parque para que la gente los visite, “casi todos vienen por una limpia y otros por alguna enfermedad”, pero también, aunque José no lo confiese, llegan para que les digan a qué han venido al mundo.
“Entonces, ¿dónde vas morir?”, me pregunta por segunda vez, le digo que no lo he pensado. Luego me dice que suba a la cama y me acueste boca arriba. “Esto es hierba de San Juan”, y me la pasa por el cuerpo, la cabeza y los pies. Toma más copal y lo mete en el incensario, lo rocía por todos lados y también me lo pasa por el cuerpo mientras repite en totonaca “santa hierba, purifícala”, así lo hace tres veces más.

José tiene 16 años como curandero, las primeras fórmulas las aprendió de su mamá. “Tenía ocho años y escuchaba tras la puerta lo que les decía mi vieja a las personas, que si la plata de los tres hilos para la fiebre o que si se toma un té de cola de caballo les limpia los riñones”.
De entre las botellas de aceite me da una, me dice que es extracto de la hierba de San Juan que durante tres noche tome baños en tina y vierta este liquido en ella, “durante los tres días no debes tener ningún pensamiento negativo, contra nadie ni contra nada, si se te presenta, aléjate de eso”. Y es que lo más importante para permanecer sano es la corresponsabilidad, la fe del paciente. “Cada vez que hagas estos baños repite: yo buscó la sanación”.



Entre ellos

“Los que quedamos en Veracruz vivimos en la costa o en la sierra, no somos más de 4 mil”, dice José mientras nos acercamos a su comunidad. Hemos viajado desde Parque Takilhsukut hasta aquí por más de una hora y media. Cuando llegamos, ya es de noche y algunas fogatas iluminan el camino. Todo esta rodeado de árboles de manzanilla y clavo enano.
José sale de la camioneta y una mujer delgada con un reboso en la espalda lo saluda, “Ella es Martina, mi esposa”, me dice. Le doy la mano pero ella no me responde, sólo me hace una reverencia.

Entramos a su casa, es de forma rectangular, construida con palma y zacate, su piso es de tierra apisonada. Luego, Martina me ofrece una jarrita de barro con café.

“Mira está es mi mamá y él que está a su lado es mi protector, el que me descubrió el don”, me señala José en una foto blanco y negro que descuelga de la pared.

“La cena está lista”, dice Martina, y pasamos a la cocina, una cocina que es más grande que la sala.

En la mesa hay platos con flor de izote, que se prepara en salsa. También hay frijoles en achuchas con pipían y tortillas.

- ¿Cómo te hiciste sanador?

- Es un don, pero casi siempre no te das cuenta

- O sea, si alguien dice que quiere ser sanador ¿no puede serlo?

- Si puede, pero se necesita un don.

José cuenta que tenía muchos problemas con la gente de la comunidad, no tenía nunca dinero, ni un buen trabajo. Trataba de hacer lo correcto pero pasaba algo y no lo podía hacer.

“Cuando le pedí a Martina que se casará conmigo nunca podíamos concretar una fecha porque alguien de nuestra familia moría. Para mi eso era una señal”.

Entonces José fue a buscar a un sanador para que le hiciera una limpia, llevaba con su mala racha como 10 años. Viajó hasta El Tajín para encontrarlo. “Fue justo en la Cumbre, un día antes de que iniciara”.

La Cumbre Tajín, es el festival de la identidad que se lleva a acabo en el mes de marzo, en las ruinas arqueológicas y ciudad sagrada de El Tajín, en Papantlán, Veracruz. Hay chamanes de todas las regiones del país y del mundo.

José tuvo que esperar hasta el día que iniciará la celebración. El día que llegó era día sagrado, donde los sanadores montan ofrendas para limpiar el lugar, piden permiso a los dioses y se mantiene en ayunas para purificarse.

“Esperé como dos horas más para poder hablar con él”. Entonces José entró a la cabaña y en seguida se desmayó. “Cuando desperté estaba sobre la cama, y él me miraba con terror, me dijo que permaneciera tranquilo, que estaba a salvo”.

-¿Te dijo que tenías el don?

- Ser sanador lo llevas en la intuición. No lo intuía hasta que ocurrieron las muertes en mi familia y en la de Martina. Mi protector me limpió y me llevó a una ceremonia donde se trabajar la espiritualidad.

Durante la ceremonia le dieron a beber una hierba que sirve para conectarse con los espíritus y dioses, ahí es donde obtuvo la respuesta. Cuando pasó el efecto, su protector le dijo que estaba listo, que sólo necesitaba estudiar.

“Lo mejor es el postre”, dijo Martina y colocó en la mesa plátanos fritos con miel. José se asomó por una ventana que está justo arriba de la estufa y dijo que en diez minutos serían las 10 de la noche, que era momento de ir a descansar.

Martina me dio un par de plátanos más en un platón que envolvió en una manta bordada con flores rojas. Al salir de su casa la luna, aunque era nueva, iluminaba todo su huerto.
Ellos, como sus antepasados todavía practican el sistema de roza y quema. “Sembramos con espeque y azadón, tenemos frutas, verduras y plantas medicinales. Además la mayoría sigue pescando y en temporada también cazamos”.

Subí a la camioneta y regrese al Parque Takilhsukut, ahí dormí todas las noches, bajo las estrellas. Ese fue el momento en que supe dónde quería morir.



Iluminados

Todos inician el día a las cinco de la mañana. Cortan y riegan las plantas. Encienden el fogón y ponen el agua a hervir. Las mujeres barren, liberan las energías negativas de los sueños, de la noche y rocían las entradas de sus casas en señal de bendición, de un nuevo día.
“El presente, siempre se trabaja en el presente”, dice José, quien ya desayunaba en la cocina comunitaria del Parque, mojaba un pan en café y le chupaba el líquido.

Luego, José me pidió que lo acompañara a sus tareas, que sólo así podía platicar conmigo.
Caminamos un kilómetro, fuimos hasta el jardín, donde José cortó diferentes plantas que iba depositando en una bolsa de manta que llevaba colgada en el hombro.

Vestía con un pantalón de mezclilla y una camisa blanca también de manta. No llevaba zapatos, traía unos guaraches de piel que asomaban sus dedos, unos dedos ásperos, con las uñas recortadas, requemados por el sol, por la tierra.

Para que José sanará a su primer paciente tuvo que pasar un año y pese a que no lleva la cuenta de la gente que ha pasado por sus manos, aquel hombre, el primero de su lista, lo recuerda como si hubiera sido ayer: “Mira, justo esta fue la planta que lo curó, es la menta”, dijo mientras le arrancaba dos hojitas. La planta era como una margarita, pero pequeñita. “Entonces le dije que traía un mal de ojo”.

-¿Le pasaste un huevo?

-Sí, pero no salió como el tuyo, ese era rojo.

- Lo limpié, le dije que no hiciera ningún coraje, y que no estuviera triste, que aguantará una semana.

Y el hombre regresó al año siguiente para buscarlo y agradecerle sus bendiciones. Pero José ya sabía que lo había curado, lo sabía porque lo vio en sus ojos y soñó con él, lo soñó feliz.

-¿Siempre sueñas con tus pacientes?

- No, sólo con los que sé que van a regresar.

El día continúo con lecciones de totonaca, con ver a los pequeños niños indígenas aprender a ser voladores de Papantla y tejer junto con las mujeres mantas con el dibujo de la pirámide de los nichos, la primera que los arqueólogos descubrieron de la ciudad sagrada de El Tajín.

Me quedaba una noche más y una nueva cena en casa de José. A ella, llegan sus primos, su hermano y los hijos de su hermano. Comemos frijoles machacados con chile verde y pescado frito con tomate. Esta vez la noche fue más larga y bebimos aguardiente, uno que ellos mismo preparan.

José tuvo la clarividencia de que algo no estaba bien en su vida, que pese a todos los mensajes que ya había tenido, seguía luchando contra el destino, contra su don.

Y es que, casi siempre comenzamos así el día, preocupados, añorando algo y corremos en busca de eso, pero cuando nos “cae el veinte”, creemos que es demasiado tarde para comenzar de nuevo, desde cero.

Ruchina lo logró y no importó el tiempo que tardó en descubrirlo, esa es la lección más importante, que cualquiera puede hacerlo. “Iluminarse y encontrar el camino no es difícil, lo complicado es mantenerse, saber qué es la felicidad”.








JESSICA SERVIN CASTILLO es egresada de la Escuela de Periodismo Carlos Septien García. Ha colaborado para varias revistas y páginas web sobre crónicas de viaje y actualmente es reportera de el periódico El Universal y coeditor del sitio en internet www.lagiraffe.com. Su mayor ilusión es conquistar Asia. Gracias a su trabajo la Embajada de Estados Unidos en México le otorgó el primer lugar por el mejor artículo turístico publicado sobre ese país y algún día sueña con acompañar, en alguna de sus giras, a los Pixies y retratar su travesía.

2 comentarios:

  1. y entonces donde quieres morir? por favor contestame

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  2. Hola Jessica antes que nada felicidades por tu trabajo, yo te conocí en Capital 55 con tu trabajo "Tercera llamada, comenzamos" el cuál me parece un trabajo buenísimo en verdad.
    Me gustaría entrevistarte y de esa manera conocerte mejor, soy estudiante de periodismo y estoy llevando precisamente la materia de entrevista y me piden entrevistar a una persona con experiencia y quien mejor que tú, para conocer acerca de tu trayectoria así como las dificultades, las selecciones de los temas abordar, el tiempo que dedicas, tus trabajos preferidos y hasta las personas que admiras en el mundo del periodismo etc. para mi seria de gran ayuda en mi comienzo en esta carrera me llamo Humberto Nava García, diderongtc@hotmail por tu atención mil gracias excelente día.

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