lunes, 24 de mayo de 2010

PLAY, STOP, OFF

Por Oscar Molina

Ser otro. Experimentar. Calzar los zapatos ajenos. Vendarse los ojos y ampliar la visión de las cosas. Paúl Narváez, un estudiante de Periodismo, conjuga todo lo anterior para sentir la no videncia durante 27 horas. Esta iniciativa lo enfrentará a los límites y los alcances del oficio.




Sus manos son sus ojos. La izquierda se mueve desesperada para encontrar un tubo, una pared o un poste que le ayude a guiarse. El semáforo está en verde. Lo sabe porque emite un sonido similar al piar de los pollitos. Pasan los minutos, los buses, los taxis, los aviones. Pasan tres personas, pero ninguna lo ayuda a cruzar la calle.


Los ojos de Paúl Narváez están cubiertos con gasa. Encima, lleva puestas unas gafas negras. Tiene un bastón blanco, una mochila con copias de libros y 23 años. Tiene una hora y media como no vidente.


Es mediodía en Quito y las noticias de los periódicos empiezan a envejecer. Un hombre con barba oscura y cabello corto se ofrece para ayudarlo. Es un ejercicio de confianza. Paúl confía en el desconocido y el desconocido, en cambio, no tiene por qué desconfiar de Paúl. El desconocido no sabe que Paúl utiliza lentes diariamente y que lo único que no puede ver son las cosas a lo lejos, a causa de su miopía. No conoce que, pasadas 27 horas, Paúl se quitará las gafas y mirará lo que sus compañeros de Universidad han estado filmando para hacer un documental sobre la no videncia.


Es hora del almorzar. Paúl se encuentra con Mauricio, uno de los casi 40.000 no videntes que hay en Ecuador.


En el restaurante, los frascos de salsa de tomate tienen pequeños coágulos en su cuerpo. La mesera no les pasa la carta. Les consulta qué escogen entre una ensalada con filete de pollo o una hamburguesa con papas fritas y cola. Salen dos ensaladas para la mesa cualquiera; los muebles no tienen números.


Mauricio estudia Psicología. También juega fútbol y escucha radionovelas. Dice que una de sus preferidas es sobre el superhéroe mexicano Kaliman, que siempre se imagina cómo será físicamente. Que eso le sucede a menudo, cuando conoce a alguien. Hasta ahora no le ha propuesto a Paúl que se describa. Prefiere ya no hacerlo, pues recuerda que, una vez, una chica coloreó rápidamente sus ojos cafés en celestes y su cabello negro en rubio cuando Mauricio le pidió que le contara cómo es. Intentaron ser novios pero… Aquí están sus ensaladas, interrumpe la mesera.


Es fácil encontrar los cubiertos al lado del plato, pero no las bebidas. Paúl primero coge el florero y luego mete los dedos en el frasco de ají cuando trata de buscar su gaseosa. Se ríe, se desespera. Comenta que no saber lo que está comiendo es incómodo. Mauricio asiente con la cabeza y absorbe más gaseosa por un arrugado sorbete rojo con blanco.


-Es mejor que dejes las inhibiciones, toma la comida con las manos, si quieres. Nadie te está viendo, o al menos yo no te estoy viendo, precisa Mauricio.




Batería baja

Los minutos del casete de video corren su propia maratón. A ratos, Paúl frunce el ceño y bebé agua. Dos cámaras lo han acompañado durante todo el día. Andrea lleva uno de los aparatos. Ella también tiene gafas. Y un pulso estable.


Stop. Fin de la cinta. Mientras Andrea la cambia, Paúl aprovecha y bromea. Levanta el bastón del suelo y lo pega contra su pecho. Le añade unas cuerdas imaginarias y las rasga como si fueran parte de una guitarra eléctrica.


Rec. Paúl va al baño. Toca el espejo y suspira. Sería terrible no verse envejecer, sentencia. Pausa de nuevo. Pantalla y cielo oscuros.


Hay que regresar y dejarlo en la casa. Parada. Bus. Parada. Guardia. Puerta. Beso. Cecilia, su madre, abre la puerta y le consulta a Paúl ¿cuándo se acaba esto? Mañana a las once, responde.



Pausa. Cambio de ángulo. Rec.

-Qué le pasa a éste, pregunta Alberto, el hermano mayor de Paúl.
-Se está haciendo pasar por no vidente para un documental, explica Andrea.


La familia de Paúl está reunida alrededor de una mesa con un centro de frutas plásticas.


-Ven, yo les dije, si le hubieran hecho caso desde pequeño no estaría con complejos y buscando formas desesperadas de llamar la atención, dice Alberto.


- ¿Qué quieres probar?, remata


- Las dificultades y las sensaciones que experimentan los no videntes


- Ya. Pero lo que nunca vas a poder experimentar es la sensación de desesperanza que tienen los no videntes de que nunca van a poder ver. Tú, mañana vas a volver a mirar. El debate está falseado, concluye Alberto y su cara se congela. Se queda con la boca y los ojos a medio abrir. Paúl puso pausa en el video que estaba reproduciéndose en su Mac. Lleva editada casi la mitad de su documental. Fuma un cigarro y mueve la pierna con intranquilidad. No termina de fumar y ya extingue al cigarrillo sobre el cuerpo otro en el cenicero.


En la pantalla de su televisor, en cambio, mira las entrevistas que todavía no edita. Las lleva escuchando tres semanas. Por eso sabe cuáles son las partes importantes y adelanta la cinta.


Play. Wilmer, de 22 años, perdió la vista desde su nacimiento. Se crió en el campo, en una casa con techo de zinc. Cuando llovía, las gotas ametrallaban con violencia la cubierta. Sus hermanos se asustaban y se tapaban los oídos, mientras Wilmer se acostaba en la cama y escuchaba complacido. El sonido de la lluvia me recuerda a mi niñez, dice Wilmer.


Paúl vuelve a adelantar la cinta. La frente de Wilmer se pierde en la pantalla. El acercamiento de cámara se hace cuando él cuenta cómo se enamoró de una chica. Trae a colación la novela ‘El perfume’, de Patrick Suskind. Cuenta que esta mujer que conoció se lavaba el pelo pasando un día y que su cabellera expedía un olor a grasa. No era feo, pero se notaba que era grasa. Eso, combinado con un perfume de jazmín que se ponía detrás de los oídos, formaba una fragancia única, relata Wilmer.


Hasta aquí llega el adelanto. No quiero que se vea el resto, prefiero hacerlo cuando esté terminado, advierte Paúl. Su cabello castaño está corto, a diferencia del video donde lo llevaba largo y recogido en una cola. Sus ojos verdes están rojos por estar tanto tiempo frente a la pantalla. Vuelve a encender otro cigarrillo. Le quita la pausa al video del computador y Alberto completa sus palabras. El debate está falseado, ya te digo, repite.


Paúl aplasta la X en el extremo derecho de su pantalla y la cierra. Toma el control remoto y apaga la televisión. La pantalla se oscurece. No se ve nada.



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OSCAR MOLINA (Quito, ECUADOR, 1987) Periodista. Protagonizó el documental ecuatoriano 'Monólogo de un Cuervo', que fue parte de la selección oficial del Festival Encuentros de Otro Cine (EDOC) 2008. Su microcuento 'Con Calma' recibió una mención de honor en el concurso Microquito (2010). En su país ha colaborado con medios como Revista Capital, Revista Maqueño y el portal de música independiente Planteria.com. Mantiene el blog www.nadiemelodijo.blogspot.com y actualmente trabaja como redactor en el semanario de Economía y Negocios LÍDERES, de diario El Comercio.

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1 comentario:

  1. Hola Oscar! Me encanta como escribes. Tube la sensacion de estar con ustedes en el bar buscando mi gaseosa en el frasco de aji. Corto, directo y conmovedor. A uno le tocas por debajo de la piel escribiendo asi. Sigue escribiendo!
    saludos desde Austria,
    Sonia Melo

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