lunes, 24 de mayo de 2010

NUEVAS BARRAS, MISMAS COSTUMBRES

Por Omar García Santiago

Cuando se habla de fútbol se habla de ellas. Que sueñan, que cantan que revientan el firmamento con pasión desenfrenada. Esta es la historia de una real, con afición a un equipo de una liga menor, pero ella se comporta como si fuera de grandes ligas. Quizá el estadio Jalisco, en México, no sea el barrio de Boca en Argentina, pero por más que el Ecuador los separé, ellas siempre serán igual. Esta es la historia de una barra, con las mismas costumbres.



Ya había escuchado de ellas, incluso, en mis años de adolescencia formé parte de una de ellas. Fui víctima de tranzas de los organizadores y de empujones de los policías. Grité y vi gritar por un equipo. Lloré y vi llorar por un equipo. Soñé y vi soñar, desperté pero no vi despertar.


Hoy vuelvo a una barra. Es el último domingo de septiembre y el reloj marca las 11 menos cuarto. La cita es a un costado del edificio blanco de la Universidad de Guadalajara, en México. Un elefante blanco que muchos conocen como paraninfo. Esa mañana fue una majadería para los jóvenes el hecho de levantarlos de sus camas, algunos cargaban getorades, otros litros de agua, otros más y, ya sin pudor alguno, sacaban las primeras cervezas del día. Un puño de playeras rojinegras poblaba poco a poco el lugar.


El motivo fue ir a la Piedad, Michoacán, con el pretexto de apoyar a los leones negros de la Universidad de Guadalajara, el equipo de fútbol de la liga de ascenso. Había que ir en cualquier estado que el cuerpo humano lo permitiera. Sería el primer viaje de la barra desde que los leones negros renacieron cuando la universidad compró la franquicia de un equipo en 800 mil dólares en mayo de 2009.


La espera se hacía pesada. Los 30 minutos terminaron cuando bocanadas de humo negro se asomaron por la avenida López Cotilla, un humo espeso y color azufre contaminaban el aire corroído que respiraban miles de ciclistas que toman por asalto la avenida Juárez todos los domingos en la capital de Jalisco. Ése humo anunciaba la llegada de tres camiones destartalados.


Uno de ellos, el más viejo, con las ventanas polarizadas y las llantas desgastadas lo conducía el Perro, un peculiar ser humano con bigote abultado y con un enorme parecido al “hijo del papá”, un ebrio de Internet famoso en youtube. El perro, como lo llamaron en el viaje, parece que lo único que ama es decir “chingaderas” y aquel viejo camión chatarra. El Perro lo ama, por eso guarda entre sus sillones revistas pornográficas para sentir que su camión también siente, por eso se esmera en escucharla cuando de sus bocinas sale la voz de Alex Lora que le canta: “Mi jefa me dice que todo lo que hago, que todo lo que hago está mal, yo no sé por qué” quizá también la respeta como se respeta a la dama. El Perro lo advirtió desde que subíamos al camión: “Aquí se puede gritar, tomar, fumar, coger, inhalar, pero nomás no saquen la pinche cabeza por los vidrios ni suban los putos pies a los sillones”.


Eran las 12 del día y la maquina crujió y la dirección hidráulica chillaba. “Órale pinche Perro, ponle vaselina” le gritaron los de la barra, esa que dice que acompañará siempre a los leones negros, esa que también nació hace poco, la que se jacta de ser la última moda entre las barras, de la que se escucha sobre ella. Así empezó la travesía.


Los cuento y no sé si contarme entre ellos. Los miro y no sé si me veo como ellos. Lo único que sé es que partimos sólo hombres, puros hombres. Si el Perro había dado permiso de coger quizá lo hizo con ironía porque ninguna mujer subió entre aquellos 43 muchachos que de momento se acompañaban sólo de cervezas y porros.


De repente, entre el humo sabor marihuana y gritos apabullantes, el Perro paró a su novia, su camionchatarra. De las puertas emergen dos chicas. ¡Güera, coqueta, enséñanos las tetas…! Y el “chichis pa´la banda”. Son los nuevos cánticos que se entonan. Dos chicas que se sientan, la güera coqueta encima de un gordo, la chichis se apachurra a un lado, en el medio asiento que le dejó el kilataje del robusto hombre con el apodo de ñoño.


Y volvió a crujir la novia.

La siguiente parada fue en la gasolinera. Y mientras la novia de El Perro se alimentaba con hidrocarburos, la Barra se alimentaba de liberación. Algunos vuelven a darle al porro, otros, o quizá los mismos, embuten Tonaya combinada con cerveza Tecate para saciar el ímpetu. Los gritos no paran. Y las risas tampoco.

El reloj apenas rebasa las 3 de la tarde y el letrero “Bienvenidos a La Piedad” nos recibe al igual que muchas mentadas de madre. Se bromea en el camión: “Ni les contesten a los putos que después salen los de La Familia, y nos dan en la madre”. Se respira tensión combinada con el valemadrismo que da la somnolencia del alcohol. Entre los tres camiones no somos más de 200, pero nos sentimos más.

Por las ventanas se ve el estadio, cinco minutos después se llega a él. Descendimos de la novia de El Perro. Se repite la historia de los cantos, de la alegría, de la cerveza y de los porros. Se unen las personas de los tres camiones que partieron de Guadalajara. Se forma la gran Barra.

Ya son las 16:00. Una vez adentro del estadio pocos ven el partido. Prefieren buscar al de las cervezas. Otros, los menos, provocan con sus gritos a los seguidores del equipo de La Piedad. Se enfrascan en una discusión bizantina separados por una malla ciclónica y un policía con tanta edad que el estadio parece joven a su lado.

Faltan quince minutos para que La Piedad mancille el honor de los Leones negros y el partido concluya. La Barra comienza a salir por indicaciones, es decir, nos corren. No vale la pena tomar riesgos cuando se han dicho tantos improperios. Mientras salen, los gritos del tercer gol de los reboceros nos retumban los oídos. No vemos el cuarto gol en contra de los universitarios porque, para entonces, La Barra ya está en los camiones queriendo salir a toda velocidad, no por vergüenza sino por miedo.

Los dedos a la boca apretando fuerte un papel arroz con relleno, los ojos cerrados, una nueva jaladita a la mota que salió enchilosa, a uno le lloran los ojos y otro grita que ya le paren, que se van a quedar en el avión. Este reportero entra al camión en tinieblas hediondas, veo a la barra esperando, sólo esperando.

Esperan, por ejemplo, tomar la carretera a toda velocidad por miedo mientras el Perro dice que él es un chingon, “una verdadera máquina de putazos”, ve por el retrovisor como alguien orina por una ventana. Alto total. Le faltaron al respeto a su camionchatarra. Pisa el freno, no importa que sea en curva, para el camión y amenaza con dejar al “cabron” que resulto “jotito” porque no admite culpabilidad. Con un madero en la mano pide que salga el responsable y dé disculpas. El perro amenaza con estallarle la cabeza al próximo que se atreva. La barra no le hace caso, los miones se revuelcan por el suelo, jugando, riendo, gritando.
El Perro los ve ebrios, viajados, envalentonados, con una felicidad que preocupa. Y ellos, la Barra, siguen esperando.


Esperan llegar al OXXO de la carretera y saquearlo, comer Hot Dogs gratis, tomar refrescos, más cervezas, y esconder la basura entre los anaqueles; esperan hacer creer a las dos mujeres que están de dependientes que hacen una fila para simular que las van a pagar. Esperan su turno frente al mostrador. Esperan en su cuerpo mientras ya no responden igual que cuando empezó ésta historia faltando quince minutos para las 11 de ése domingo. Por la mañana estaban crudos, la resaca los mataba frente a un sol radiante. Por la tarde volvían a estar borrachos. Borrachos de pasión desenfrenada, de locura y descontrol… Cruje por última vez el camionchatarra, partimos de regreso a Guadalajara.


Las luces de la ciudad se ven cada vez más cerca desde la lejanía, apenas pasamos la caseta de Zapotlanejo cuando algunos ya buscan la salida. El descenso de pasajeros es gradual, los primeros fueron en Tonala, la “chichis pa´la banda” y la “güera coqueta” bajaron en el mismo lugar en que ascendieron como Diosas del Olimpo en algún infierno de Alighieri, quizá por eso no vuelvan jamás a la Barra. Yo bajé pero no donde comencé. La siguiente tendré presente que todo debe llegar a su fin en el mismo lugar donde inicia. Quizá así encuentre un nuevo final para una historia que ya había escuchado.


Cuando se tiene un equipo se deben asumir los riesgos y sus responsabilidades. No hacerlo implicaría no salir del closet. No aceptarse tal y como son. Así pasa en el equipo de los leones negros. Viven en el error.


“Las barras no son barras, son equipos de animación. Los beneficios no son los boletos, sino que los muchachos apoyen al equipo que nació grande.” Esos beneficios no están procreando delincuentes, entre otras cosas más; es vivir en el error. Y así viven en la promotora Leones Negros de la UdeG. Alucinan una realidad que sólo existe en su escritorio.


El viernes 2 de Octubre de 2009 lo constaté. El lugar es el mismo desde que los leones negros regresaron a disputar un lugar en la liga de ascenso de la primera división de fútbol. El colosal estadio Jalisco. La hora es la pactada en la federación mexicana de fútbol.

Y la barra, que para Mario Cardona, presidente de la promotora que administra el equipo, sencillamente no existe. Esos de los que habla orgullosamente por teléfono son un equipo de animación y no la barra, esos muchachos se acomodan en la parte baja del estadio, ahí donde las demás barras se asientan para gritar, para deglutir cerveza, para estallar el firmamento con gritos, para pensar que el fútbol es lo único que existe en el planeta.


Momentos antes del cotejo me encuentro con los que dicen ser el corazón de la barra, aquellos que con su fuerza dinamitan el tímpano cuando estrellan un palo con cabeza de trapo sobre un tambor tamaño familiar que cargan durante los más de 90 minutos que dura el cotejo.


El primero es Gabon, lo reclutaron de la Rebel, la barra que para colmo es de la otra gran Universidad de México, la UNAM. Le pregunto su nombre y me pide que le diga Gabon, así nada más. Lo invitaron los de la facultad de derecho, sabe pegarle al biombo, mantiene el ritmo, se sabe todos los cánticos. Usa unos lentes negros como atuendo y en su mochila, que siempre carga, trae el puma característico del equipo capitalino. Es en una de sus muñecas donde se distingue como león negro, una pulsera con los tres colores característicos, negro, rojo y amarillo.


El que le sigue es Pedro, pero en el mundo de las barras le dicen el Woket, es más delgado, más moreno, más leal; también carga con un biombo durante todo el partido. No para, al contrario, les grita cuando siente que la barra ya no se escucha por afuera del estadio: “Orale cabrones, a cantar o mejor nos vamos a la chingada”. Y así desfilan por la zona baja del estadio, y así cantan pidiéndole “huevos” a su equipo para que les regalen el tan ansiado triunfo en casa, y así apoyan, embriagados de felicidad mientras intentan ver un partido que no entienden porque están más entretenidos buscando al de las “chelas”.


Los cuento y no sé si contarme entre ellos, los miro y no sé si me veo como ellos. Lo único que sé es que sólo somos hombres, puros hombres.


Ambos me confirmaron lo que se sabía, la barra de la UdG no es más ni menos que otra de cualquier otro equipo porque la componen principalmente jóvenes que pertenecen a otras barras de primera división. Y eso también lo saben en la policía de Guadalajara, que ese día dispuso a más de 80 efectivos para mantener el orden, principalmente en la zona norte del estadio. Saben que roban, que gritan, que sueñan, que no despiertan.


En La Piedad el viaje con La Barra tuvo un costo de 50 pesos por persona. En casa, con el apoyo de la promotora, no hay costo alguno. Pero La Barra tiene que organizar la compra de más tambores, fabricar más trapos que les den identidad, de maquilar nuevas maneras de subsistir. Es decir, la Barra cobra 10 pesos por persona para su manutención.


La promotora vive en el error porque dice, a través de su presidente, que no mantiene a sus equipos de animación para engendrar desorden y que la gente viva de los malos manejos de la barra.


Lo malo es que el pasado partido, cuando los leones negros tuvieron su partido en La Piedad, la historia fue diferente, o –quizá- la misma que ya había escuchado. Que roban, que gritan, que sueñan, que no despiertan.





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OMAR GARCÍA SANTIAGO nació en Guadalajara, ha crecido ahí y lo más seguro es que morirá en su "Guanatos" si el destino no dice lo contrario. Estudia Comunicación en la Universidad de Guadalajara (UDG), pero será periodista. Después de vivir su historia junto a una hinchada de fútbol quiere aclarar "soy un león negro, pero no sé si me veo como ellos".
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