Por Lissy De Abreu Gallego
Un pueblo a 180 kilómetros de Caracas, con cinco calles, 57 casas y 450 habitantes comparte apellido con el presidente Hugo Chávez. La presencia del partido oficial, que es mayoría allí, es casi imperceptible entre la modorra de un domingo cualquiera
Pocas luces de cruce se encienden en este punto de la carretera principal que une Caracas con el oriente de Venezuela. Y es que, a unos 180 kilómetros del Palacio de Miraflores, desde donde despacha el presidente Hugo Chávez, hay una boca que pocos conocen. Una boca sin exageraciones. Una boca donde manda la escasez, porque sólo tres de sus cinco calles están asfaltadas y en sus 57 casas el espacio se reinventa varias veces al día para acomodar a 450 personas: Boca de Chávez.
Es domingo y el sol calienta por encima de los 30 grados. En Boca de Chávez todo es calma. Sólo un niño pedalea su bicicleta por una de las calles. Unas cuatro mujeres se dejan ver sentadas en sillas de plástico, bajo la sombra de un árbol, mientras hablan y dejan pasar el día. Y dos ancianos esperan en la puerta de su bodega —que es su casa— a que venga otro niño a comprarles un helado de teta —que no es más que una pequeña bolsa plástica rellena de pulpa de fruta congelada.
Las horas transcurren lenta y tranquilamente. Y por eso, por la tranquilidad, es que en este recodo oriental venezolano, que se fundó como caserío de pescadores hace casi un siglo y donde desemboca un río llamado Chávez, unos 200 adultos han decidido establecerse y criar, a veces hasta en conjunto, a unos 250 niños.
—Mi mamá manda a decir que si tienes un poquito de remedio pa’ la fiebre, pa’ que se lo mandes.
—Se lo pasé el otro día a Rosa. Anda y pregúntale, a ver si le quedó algo.
Y el niño, descalzo y vestido sólo con unos shorts, se retira, sin agregar palabra. Se marcha por una puerta que pocas veces está cerrada. Es la puerta de la casa de Auristela Correa y su esposo, Asdrúbal Vásquez. Ambos chavistas, pero no porque vivan en Boca de Chávez, sino porque se declaran simpatizantes del presidente venezolano.
Tras el episodio del remedio, Auristela explica que en el pueblo no hay ambulatorio. “Y mucho menos farmacia”. Aquí, las medicinas se comparten. Son de todos, de quien las necesite. Pasa lo mismo en el mercado. “Yo trabajo ahí”, dice Auristela. “Vendo lo poquito que mandan”, agrega. Y el que manda es el gobierno, porque el mercado en el que labora es un Mercalito, perteneciente a un programa oficial que promueve la venta de alimentos a precios solidarios.
El Mercalito es una casita pequeña, con las paredes pintadas de azul oscuro y con el nombre escrito en amarillo y rojo: toda una combinación patriótica, que entremezcla los tres colores de la bandera nacional. Tiene pocos estantes, poca mercancía. Pero algo hay. Y cuando ya no hay mucho que vender, Auristela se dedica a otra labor: ella y su marido son miembros del Consejo Comunal del pueblo, un sistema de “autogestión” local, promovido desde Miraflores.
“Nosotros queremos lograr mejoras para el pueblo, porque estamos con el gobierno, pero no somos como los chavistas del partido que estaban antes en el Consejo Comunal”, dice Auristela. “Esos hicieron acuerdos con las empresas que construyeron las aceras y se quedaron con parte del dinero”, complementa Asdrúbal. Entonces, y para que más nadie se quede con el dinero —según aseguran— son ellos quienes llevan las riendas del Consejo Comunal, tras resultar electos por los vecinos.
La casa del Consejo Comunal, la primera del pueblo, está pintada de rojo; un rojo fresa, no tan patriótico como el de las camisas que suele lucir el presidente Chávez. Pero igual que el de las paredes de la bodega de Felipe Santollo, el anciano que, junto a su mujer Mercedes Sarmiento, espera a que los niños vengan a comprar más helados de teta. O a que una vecina venga a buscar una papa, o una cebolla. No mucho más.
Felipe también se confiesa chavista, de los de Hugo. En su casa-bodega vende bombonas de gas, gracias a un programa de la empresa estatal petrolera, Pdvsa, que facilita a los vecinos la adquisición de gas a precio regulado, sin trasladarse muy lejos. Pero él no sólo se ha beneficiado de esta iniciativa oficial. También sacó el bachillerato gracias a la Misión Robinson, y está cursando tercer semestre de formación profesional en la Misión Ribas, ambos programas oficiales, que le han hecho fácil estudiar luego de los sesenta años. “Con la bodega, tenía que aprender a hacer cuentas y el dinero que me pagan por ir a clases, tampoco viene nada mal”, dice entre risas.
A Felipe se le ha hecho más fácil estudiar que a los 250 niños del lugar —que deben trasladarse al pueblo vecino para sacar la secundaria. En cambio, su esposa Mercedes aún entorpece el camino del presidente Chávez, que ha declarado a Venezuela, en más de una ocasión “territorio libre de analfabetismo”. Ella no sabe —ni le interesa— aprender a leer y escribir. Aunque no ayuda al mandatario a lograr su meta, es más chavista que su marido.
Y es que Mercedes también es más optimista que su marido, y más ingenua. Mientras Felipe esgrime desde su colorida silla, un “yo soy chavista, pero en diez años no he visto que aquí hayan construido la primera casa”; Mercedes se apresura en responder: “Ayyyy, ya vendrán, ya vendrán. Ya van a construir alguna”.
Una cancha de baloncesto sí que construyó el gobierno, y una escuelita —la segunda del pueblo—, y también arreglaron la iglesia. Lo que pasa es que la iglesia poco se usa, porque “el cura nunca viene, y cuando viene, está pendiente de que el carro lo esté esperando afuera para irse rápido”, explica Felipe. Y la cancha, que luce como sin estrenar, no es para practicar el deporte preferido de los muchachos del pueblo: “Mis hijos juegan softbol en un terreno baldío, aquí atrás”, señala otro vecino de Boca de Chávez, Manuel Guillén.
Un ni-ni en el pueblo
A Guillén no le gusta la política. Él, en la Venezuela de hoy, dividida entre chavistas, opositores y ni-nis, es un ni-ni. En Boca de Chávez, también. Ni le gusta el histriónico presidente, ni le disgusta. No es chavista, ni antichavista. Él sólo vive y, hoy, domingo, se dedica a arreglar su moto. La misma con la que se conduce, de lunes a viernes, a su trabajo de soldador en una empresa en la que ya cumplió 25 años.
Él vive en Boca de Chávez desde que era un bebé de año y medio. De su infancia en el pueblo, recuerda que todo era aún más tranquilo. Pero también, que para ir a la escuela había que cruzar a pie por la carretera. “Era muy peligroso. Por eso, yo di el terreno que está detrás de mi casa para que construyeran una escuela en el pueblo. A esa van los niños más pequeños”, comenta.
Manuel se siente orgulloso de que la escuela se haya construido en su terreno, pero también recuerda con amargura cómo se complicó el proceso de construcción. “En un momento, las autoridades me querían quitar hasta una parte de mi casa”, cuenta. Por eso, a él no le interesa nada que tenga que ver con el gobierno. “Yo no me meto en esos problemas del Consejo Comunal”.
Chávez no es tan chavista
“Uyyyyy, no. Este pueblo se llamaba así antes de que apareciera el loco. Ese no tiene nada que ver”, espeta Marlene Guanare. Y, antes de que alguien le pregunte, se declara antichavista. “Uyyyy, no. Si este gobierno no ha hecho nada. Ahora se nos va la luz hasta cinco veces al día”, reclama y, mientras tanto, se recuesta del árbol que le da sombra a ella y a sus cuatro amigas. Todas estudiadas, nacidas y criadas en Boca de Chávez.
Ninoska Moya tiene en sus manos unos papeles que le acaba de entregar su amiga Marlene. Las dos cursan la licenciatura de Enfermería en Puerto La Cruz, la capital del estado Anzoátegui, donde queda Boca de Chávez. Llegar a la universidad les toma unas dos horas, pero saben que estudiar es importante y así se lo enseñan a sus hijos. Pues, aunque apenas rozan los cuarenta, tienen hijos ya graduados del bachillerato.
Ninoska le dice a su hija Norka que estudie Educación Especial. La joven, que acaba de culminar la escuela, aún no está segura. Pero tiene tiempo. Nadie la apura. Mientras tanto, vive con sus padres y hermanos en una casa rosada, ubicada al final de una de las dos calles del pueblo a las que el asfalto nunca llegó. Ahí Ninoska, Marlene, Norka y, también, Marielis Pérez, comparten un rato apacible, sentadas en sus sillas de plástico.
Las mujeres cuentan que en sus familias el estudio es algo primordial, hablan de hermanos que son bioanalistas, docentes o enfermeros. También reconocen las cosas que ha hecho el gobierno, en los diez años de mandato de Hugo Chávez, por el pueblo con el que comparte apellido: los arreglos a la cancha, la iglesia, las aceras. Pero rápidamente se enfocan en las carencias: los problemas de transporte, las fallas de luz, el hacinamiento.
De los gobiernos de antes, que no se atreven a descalificar o a exaltar de cuajo, recuerdan algo muy importante. Algo significativo para ellas y para muchos de los habitantes de Boca de Chávez: “Por los años setenta, con el gobierno de Carlos Andrés Pérez, se construyeron por aquí muchas casas. La gente pasó de vivir en casas de bahareque a tener casas de bloque, más acomodadas, que son las que están ahora”, dice Marlene.
Sin embargo, y aunque contrarias al presidente y a sus políticas, han sacado algún beneficio de los planes del actual gobierno: en un operativo reciente, y a través de una institución gubernamental, lograron obtener los títulos de propiedad de los terrenos donde se erigen sus viviendas, y las de sus familiares. Pero eso no les basta. No les es suficiente para dejar de decirle loco al presidente que ahora habla por la televisión, ni mucho menos para abandonar la plácida sombra del árbol y entrar en sus casas a ver, por unas cinco o seis horas, el “Aló, Presidente” de este domingo.
Y que las antichavistas no lo vean tiene sentido, pero tampoco todos los chavistas lo ven. “Es que aquí no todos somos chavistas, ni siquiera algunos que dicen serlo”, dice Ninoska. Los resultados electorales le dan algo de razón: en las últimas elecciones de gobernadores, del 23 de noviembre de 2008, el candidato oficialista que luego resultó electo, Tarek William Saab, sacó 53,7% de los votos en Boca de Chávez; seguido del candidato de oposición, Gustavo Marcano, con 42,06%. Unos resultados que bien reflejan la división del país. Una división que en este pueblo de carencias y escasez, al menos se pierde entre la tranquilidad y el lento transcurrir de las horas.
LISSY DE ABREU GALLEGO. Periodista venezolana egresada en 2008 de la Universidad Católica Andrés Bello. Actualmente es corresponsal de la Agence France Presse en Caracas y colaboradora de la revista Blitz y la editorial Santillana.
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Excelente crónica...
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