jueves, 14 de enero de 2010

BUENOS AIRES EN COLECTIVO

por Camila Bretón


A diferencia con los taxistas, a los colectiveros pocos los saludan, y si lo hacen es con un “1.20 por favor”. Transportan 5.8 millones de pasajeros por día en la Argentina. Son el principal medio de transporte público en el Gran Buenos Aires y parte del paisaje de cualquier ciudad o Municipio. Ellos pasan, miran, paran y siguen pero casi nadie los registra. Aquí, una historia de los NN.



Julio está sentado en el tercer asiento. Ya no hay nadie en el colectivo. Fuma un Marlboro mientras contempla a través de los vidrios sucios el agua marrón del canal de San Fernando. Son las 15hs de un miércoles primaveral y con una mirada llena de melancolía recuerda cuando su padre lo dejaba de niño en ese mismo lugar con una caña de pescar en la mano y se iba a hacer el mismo recorrido que hoy hace él en la línea 710; “Pescábamos dorados, grandes, ricos y cuando terminaba su turno nos íbamos a casa a comerlo.”
El Lobito, como le dicen sus compañeros, tiene 50 años, algunas canas y una sonrisa seductora. Lleva puesta una camisa azul y un jean del mismo color. A pesar de estar en sus 15 minutos de descanso, el ruido del motor no se detiene, “Si lo apago después no lo prendo más”, dice mientras le da la última pitada a su cigarrillo y estira sus piernas para sentarse una vez más en el asiento de plástico negro del conductor. El mismo lugar que alguna vez ocuparon su abuelo, su padre y ahora él y sus dos hijos.
Comienza otra vez el recorrido: calles de adoquines, naranjos que dan sombra, casas residenciales con cuadras desérticas a pesar que en el Gran Buenos Aires conviven 15 de los 40 millones de habitantes que hay en todo el país. Av. Colón, 9 de julio, Belgrano, Lavalle, Av. Perón, Uruguay, Av. Libertador. El GPS le avisa que está dos minutos adelantado. Desacelera y espera en la parada de Belgrano y 9 de julio a la señora con su bebé que más tarde se bajará en la calle Ituzaingo. Tal vez ella no lo conozca pero él sí sabe dónde trabaja, dónde vive y cuándo no sale por que está resfriada. También sabe que a las 14.42 hs se subirá el jubilado de la boina roja y que luego verá a la estudiante con mochila, al compañero del mismo gremio con la camisa azul que pasa sin pagar boleto y a la enfermera que se baja todos los días a las 15 hs en el Hospital de San Fernando. Y si algunos de estos “deja vu” no aparecen en su recorrido diario, Julio seguramente se preguntaría qué habría pasado en la vida de aquéllas personas.

“Mi papá se vino con sus seis hermanos desde Tucumán, el padre de ellos era de nacionalidad Turca, panadero y colectivero de oficio”. Luego de un interminable viaje en tren, los hermanos Saptié se instalaron en el barrio de San Fernando, a unos 25km de la Capital Federal. En los 50’ la familia compró el primer colectivo y empezaron a hacer el recorrido de Virreyes a Tigre. Conocido en la época como la línea 1, sin saberlo crearon un elemento fundamental en el crecimiento del futuro municipio y predestinaron el camino a seguir de todos sus descendientes.
“En aquella época se ganaba bien en el colectivo y cada vez que la familia compraba uno, nos íbamos a Tucumán para hacerle el ablande y visitar a la abuela”, cuenta Julio ya en su segunda vuelta.

Hasta el 2001 las líneas de transporte público eran en su mayoría una especie de cooperativas donde cada colectivero se ocupaba de la limpieza, gasoil, arreglo y recaudación de su vehículo. El chofer tenía que manejar, cortar los boletos, cobrarles a los pasajeros y darles el cambio, “los decorábamos con luces de colores, fileteados, fotos de la familia y el logotipo del equipo de futbol”, dice en voz alta entre parada y parada: “Los días francos se sacaba a pasear a toda la familia en el “bondi” y en las vacaciones no necesitábamos pagar hotel porque dormíamos adentro, en colchones sobre el piso”.
En 1994 comenzaron a funcionar las expendedoras automáticas y se dejaron de coleccionar los boletos capicúas que todo argentino quería tener en su billetera.
Luego de la crisis financiera que sufrió el país en 2001, los colectiveros tuvieron que agruparse en empresas, sociedades anónimas organizadas para obtener subsidios del gobierno. Tener un colectivo dejó de ser un gran negocio, los propietarios pasaron a ser socios y los colectivos simplemente a ser acciones sin dueño, luces ni fileteados. Hoy cada uno de los 15 mil colectivos que recorren el Gran Buenos Aires diariamente recibe del Estado alrededor de cinco mil dólares mensuales. Un vehículo nuevo cuesta aproximadamente cien mil dólares y el costo que paga cada pasajero en Argentina por boleto es más barato que en Chile, Brasil, Uruguay o Colombia.
“Los colectiveros son mujeriegos, toman mate todo el día, fuman y levantan minas haciendo miraditas a través del espejo retrovisor”, afirma Julito, el hijo mayor de Julio mientras se pelea a muerte con un boxeador con solo apretar los botones del joystick. Está tirado sobre unos almohadones en la casa que alquila hace 4 meses con su novia Sarah y su tercer hija de seis meses, Mora. Tiene 27 años y lleva puesta una musculosa de la banda de Nirvana y unas All Star violetas. Es alto, flaco y tiene una memoria envidiable para las fechas y los nombres. “Empecé trabajando en el lavadero de la empresa, los limpiaba y acomodaba, buena onda. Después, cuando tuve mi primer hijo y necesitaba más plata me emancipé y saqué el registro para ser chofer. Yo nunca quise ser colectivero, no me gustaba, pero se ganaba re bien asique un sábado 2 de septiembre del 2000, a las 5 de la mañana salí por primera vez. Buena onda, me pagaban 900 pesos que para la época era un re buen sueldo, imaginate que venía de trabajar de cartero por 416 pesos al mes.”

Hoy el sueldo básico de un chofer es de 3.500 pesos, a eso se le suman las horas extras por lo que pueden llegar a sacar 4 mil pesos al mes. Lo mismo que gana un científico del Conicet, un médico pediatra en el hospital Garrahan, o una secretaria bilingüe en una empresa multinacional. Para ser chofer de colectivo los requisitos son: ser mayor de 21 años y tener el registro profesional. Para eso es casi obligatorio ser familiar de alguien que tenga un colectivo para poder practicar. “mis hijos ya son la cuarta generación de colectiveros. Siempre de la línea 710”, me dice Julio orgulloso levantando las cejas con las manos al volante. El mismo recorrido, la misma gente, el mismo paisaje, 7 veces al día, 36 veces a la semana.
Las paradas están señalizadas con un mástil verde y una chapa con el número de la línea. En una de ellas se encuentra Susana, oriunda de la provincia de Córdoba pero con residencia permanente en Buenos Aires. Tendrá unos 45 años y es alta y rubia: “En el interior del país el colectivero se involucra más con la comunidad, los choferes saben tu nombre y te esperan si te quedaste dormida. Acá es diferente, la gente anda muy estresada y ni miran al responsable de llevarlos a destino”, cuenta con acento cordobés y entusiasmada ante la posibilidad de charlar con alguien en la fría mañana primaveral.

“¿Anécdotas? Miles. Llevo 30 años trabajando, y durante los primeros 20 me acompañó el loco Lucio. Andaba conmigo todo el día. Era un vecino del barrio de Virreyes, rengo, flaco, canoso que pestañaba cada rato. Se la pasaba tarareando “Lara laira, lara”. A veces le patinaba pobre. Lo habían jubilado antes porque era depresivo. Me esperaba en la parada cercana a su casa y se quedaba las 7 horas conmigo arriba del colectivo. Otro personaje famoso por acá fue el Llanero: te robaba y te dejaba la planilla con los horarios de otra línea que ya había asaltado para que nosotros podamos presentar un comprobante ante la empresa. Te dejaba la planilla del 60, del 203 y se llevaba la tuya para dársela a otro.”

“¿Puedes desviarte de la senda que tus semejantes han trazado para ti?” le pregunta Castaneda a Don Juan en su libro Relatos de Poder

En los últimos años, la Capital Federal se convirtió en sinónimo de piquete. Todos los días alguna de sus angostas calles y avenidas arboladas están cortadas por marchas, reclamos o manifestaciones. Caos. Los taxis negros y amarillos que invaden la ciudad se quejan en voz alta, la gente se enoja, los colectivos no pasan y a los peatones les cuesta respirar. Julio cuenta que muchas veces lo mandan a la Capital porque el Concejal o el Intendente les piden que lleven a los “pibes” a la Plaza de Mayo, más en época de campaña: “Los tenemos que esperar y después los traemos de vuelta. Por suerte acá no hay cortes, el problema en el conurbano son las inundaciones y los taxis truchos que levantan pasajeros en las paradas de colectivos. Nosotros ya los denunciamos un montón de veces pero la Municipalidad no hace nada.”

Después de jugar tres horas a la play, a Julito se le cansaron los ojos y los dedos. Se refriega la cara con las dos manos y se acomoda agotado en el sillón. Es que ya son las 12 de la noche y él se levanta todos los días a las 6.30 de la mañana para llegar a las 8 al barrio de Once. Julito hace dos años que no es más colectivero, un día decidió desviar su camino y renunciar. Se separó de la madre de sus dos primeros hijos, se subió por primera vez a un avión y se fue a Ibiza. Conoció el mar azul y aprendió a nadar. Comió shawarmas pakistaníes, olió el sudor de un senegales bajo el sol, fumó hachis que le vendió un marroquí y se hizo amigo de brasileros e ibicencos.
“Partí el 22 de mayo a la noche, quería experimentar la vida, ver qué onda. ¿Barcelona?, una masa, los españoles buena onda. Busqué trabajó en construcción, me gustaba, pero volví porque mi novia se quedó embarazada”.
Julito llegó el 22 de enero y se puso a buscar trabajo de chofer, pero su lugar ya lo había perdido. Finalmente consiguió en un depósito de juguetes: “Está bueno, hay buena onda, pero es diferente. Extraño estar más en la calle. Se que en unos años voy a volver, no de chofer pero sí en la administración, me gustaría estar como jefe de personal o en la tesorería. Y,…yo soy hijo de fundador”.

A pesar que el ente de regulación que los aglutina establece que el chofer no puede escuchar la radio, fumar ni hablar con los pasajeros, es fácil encontrar a los colectiveros sufriendo con algún partido por la radio o fumando con medio brazo fuera de la ventana. “Y, el trabajo mismo te va haciendo colectivero. Dicen que somos galanes, mujeriegos pero es porque es muy fácil darte cuenta cuando alguna tiene onda. Pasas en distintos horarios y siempre están en la parada, te miran por los espejos retrovisores. Tengo un montón de compañeros que se casaron con pasajeras, igual que yo, y muchos siguen levantando. Antes, como tenías toda la recaudación del día encima, podías salir, invitar pero eso ahora ya no se puede hacer”, dice el Lobito sonriendo con cara de pícaro.

Tercera vuelta. Las mismas calles, los naranjos, las esquinas desoladas, los “1,20 por favor”, Y como muchas veces, las historias no solo se repiten día tras día arriba de un colectivo, sino que también lo hacen en la vida de todas las personas, esas fuerzas incontrolables que marcan y guían un camino imposible de desviar, igual que el recorrido de un colectivo controlado por un GPS.




CAMILA BRETÓN tiene 27 años y vive en Buenos Aires. En los últimos años se ha dedicado a recorrer los distintos continentes y a formarse como Licenciada en Periodismo. Actualmente trabaja en las oficinas del Financial Times en la Argentina y cree que la crónica es el género que mejor describe y refleja la realidad.

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