sábado, 2 de enero de 2010

JESÚS, EL METALERO

La Comunidad Pantokrator de Colombia es un iglesia distinta: Sus miembros alaban a Dios a través de sus voces guturales y guitarras distorsionadas. Pese a las críticas se convirtió en la respuesta de muchos.

por Daniel Ramírez




En este rebaño las ‘ovejas negras’ son la regla. Es temprano, un poco más de las siete de la noche, apenas. Hay faroles salpicados por todo el parque, los suficientes para ver a los que caminan rápido por los senderos, a los que debajo de los árboles preparan pequeñas fiestas con cerveza y porro, a los que hacen piruetas en bicicletas, y a los del rebaño, que poco a poco colonizan el lugar junto a la fuente seca, en una esquina.
Las miradas desconfiadas de muchos de los que pasan son tan normales como el frío húmedo que obliga a frotarse las manos. Es que muchos sólo atinan a pensar que ese grupo de jóvenes –vestidos de negro, la mayoría– en el que se distinguen melenas alborotadas, algunas caras pálidas, chaquetas de cuero llenas de taches, está buscando problemas.
No huele a alcohol. No hay humo espeso en el aire. No hay puños ni patadas. No es una fiesta sino una reunión de la Comunidad Pantokrator, una iglesia cristiana para metaleros.
El pastor es consecuente con su rebaño. Se llama Cristian González, lleva el pelo hasta los codos, una chivera espesa y está todo de negro. No cuesta trabajo imaginarse al responsable de decenas de ceños fruncidos en las que llama ‘iglesias tradicionales’, como vocalista de una banda de rock ultrapesado. La pinta la tiene.
Él está ahí, Biblia en mano, listo para comenzar la reunión que dirige desde el 29 de junio de 2003, cuando comenzó la iglesia que busca llegar a ovejas metaleras y desatendidas. Esa vez fueron cuatro, hoy podrían ser más de 80.
La esencia de la comunidad se resume en un puñado de palabras. “Predicamos a Cristo a través de nuestras voces guturales y las guitarras distorsionadas”.
Esta vez las guitarras son acústicas. No siempre la comunidad se reúne en el parque de Bosa, uno de los 19 ‘condados’ en los que se divide Bogotá. El megabarrio de 500 mil habitantes fue hasta los años cincuenta un municipio, entonces Bogotá se lo tragó. Habitualmente el rebaño se encuentra a unas tres cuadras del parque, en una iglesia que los sábados por la noche retumba el metal y que los domingos es tan convencional como la mayoría de las más de 10 mil iglesias cristianas de la ciudad.
Es una noche especial. Los riffs ácidos de las guitarras distorsionadas, las voces rasgadas –casi suplicantes– y los golpes inmisericordes de batería, con los que habitualmente los asistentes a esta iglesia mueven las cabezas, como una forma de alabar a Dios, hoy no van a venir. Las tres guitarras acústicas, acompañan un par de baladas a las que punteos agudos les ponen un sello roquero.
“Eres mi luz/eres mi camino/tu sombra a mi lado/ siempre estará (…) Sólo tú me comprendes, sólo tú me haces fuerte”. Casi todos cantan. Las dos muchachas de la izquierda, las que lucen más pálidas de lo normal, a las que una viejita no hubiera bajado de vampiresas, cantan con los ojos cerrados.
El muchacho rubio que lleva un corte que hace sesenta años popularizó Hitler, no sabe la letra pero trata de intuirla. Ahí, con las piernas cruzadas, trata de frenar una aparatosa tos. Cuando lo logra levanta tímidamente su mano, haciendo grandes esfuerzos para no distraerse.
Más allá hay puños cerrados en alto. No cuatro: quince o veinte. Unos comienzan en brazos tatuados o con gruesas pulseras repletas de taches que es imposible no quedarse viendo. Cabelleras revueltas se inclinan con reverencia. Es una iglesia de metaleros.
Detrás del grupo, debajo de un árbol enano, otros roqueros miran con curiosidad, mientras dan largos sorbos a sus latas de cerveza. No dicen nada. Uno prende un cigarro. Seguramente un par de ellos volverá. Ya ha pasado antes.
La teoría de las cuatro sillas
Cuando un metalero llega a una iglesia común y corriente se confirma la ‘teoría de las cuatro sillas vacías’. Eso dice Andrés Alberto Cabrejo, un roquero con todas las de la ley, que apenas tiene 24 años, pero que ha andado como si tuviera al menos 40. Él, además de nombrar el postulado, probó la hipótesis en varias iglesias a las que fue buscando a Dios. En el cuello lleva una cruz gótica, el testimonio del nuevo camino por el que anda con su botas con puntas de metal.
“Llegas. En medio de las miradas te sientas, y nadie es capaz de sentarse a tu izquierda, a tu derecha, adelante o atrás, todo por la forma en la que te vistes. Siempre quedan las cuatro sillas vacías”, dice con voz susurrante, pausada.
“Nací en el año de nuestro señor de 1984 y manejo una tienda de ropa gótica –habla lento y sus silencios son largos- Encontrábame una vez ahí, cuando llegó una señora con un volante interesante. Era un papel negro. Pregunto ‘¿cuándo es el toque?’, no, no es un toque. ¿A cómo la cerveza, no es un bar, es una iglesia. Pregunto ¿Cuántos gatos negros tengo que llevar? No, es una iglesia cristiana. Voy. Escucho baterías y guitarras estridentes. Todos de negro. Encuentro algo absurdo. Un pastor con las mechas hasta el trasero, lleno de manillas. Aquí me di cuenta de que era un marginado, otro eslabón de esta cadena para llegar a muchas personas. Cruce por todo. Desde los 15 años metí pegante, opio, anfemaminas, drogas psiquiátricas. Una vez casi me mata una sobredosis de cacao sabanero. Al tercer día volví y pensé que iba a cambiar. No. Después me metí a las barras bravas y en una pelea me perforaron un pulmón de una puñalada. Tampoco cambié. Otro día que andaba drogado atropellome un bus y casi pierdo una pierna. No. Después me metí con gente mala y supe lo que es tener un revolver entre la cejas. Me salvé de todo eso. Seguro tengo una misión”.
La mayoría de los miembros de Pantrokrator tienen la misma ‘teoría de las 4 sillas’, pero la llaman de distintos modos. De hecho, esa teoría con otro nombre fue el detonante de la iglesia.
“La comunidad nace de un sueño. Del sueño de ver que la iglesia cristiana tradicional no tiene la estrategia y la forma para llegar a las personas con necesidades diferentes a las comunes, como aquellos que están metidos en el metal o los que coquetean o se sumergen en satanismo u ocultismo. Hay ausencia de conocimiento y carencia de pasión por este tipo de personas. Quiero que reciban amor, aceptación y que a través de eso conozcan a Jesús”, dice el pastor la primera vez que lo veo en uno de los cuartos de iglesia que le sirve como cuartel general. No sólo el pelo largo, el que le guste el metal y se vista negro lo hacen un pastor sui generis. Apenas tiene 26 años, y además de Pantokrator está a cargo de una iglesia normal en Altos de Cazuca, uno de los sectores más deprimidos de la ciudad, en el que paramilitares, guerrilleros y delincuentes comunes y corrientes mandan la parada.
“Es un man entregado a Dios, osado, dispuesto, que no le teme al peligro. Que no le teme pararse enfrente del más satánico y decirle, ‘Cristo lo ama’. Es un man parado en la palabra de Dios, que sabe que Dios lo usa ayudando a la gente, ese es Cristian”, dice Jorge Hernán Jiménez, un muchacho que también probó todas las drogas y las dejó después de 8 años de pelea, y que ahora es uno de los amigos del pastor.
Cristian González es concreto, no titubea. Es tajante y su convencimiento se hace evidente cuando habla de su trabajo como guía de un rebaño salido del molde. No usa frases estrafalarias, habla como cualquier muchacho.
“Agua a es agua, no importa si viene en vaso o en botella. Todos tenemos la misma necesidad de Dios y las respuestas son siempre las mismas. A los muchachos que llegan a la Comunidad Pantokrator yo les presento las verdades de Jesús en el envase del metal, que es el que entienden, el que sienten cercano”, explica.
La pinta es lo de menos
Sigue haciendo frío, tal vez demasiado, pero la gente no deja de llegar al lugar junto a la fuente seca. El pastor Cristian saca de un morral grande, varios bloques formados por decenas de Nuevos Testamentos, de los azules, iguales a los que dejan sobre las mesas de los hospitales y hoteles, para que los que quieran se los lleven en los bolsillos. Se los entrega a un par de jovencitas que inmediatamente toman posiciones en los extremos en lo que se acaban los grupos. Son para regalárselos a los curiosos que caminan por el parque y se quedan mirando a los mechudos.
Además de leer buenas nuevas, un sello en tinta negra les muestra el camino para volver a encontrárselos. El celular del pastor, la dirección de la iglesia y la de su myspace, hacen parte de la marca, que precede a ‘Comunidad Pantrokrator’. Pantokrator suena contundente, tiene carácter. Se ‘vende’ bien, soportado en la tipografía de puntas filosas, ciento por ciento metalera, en la que se escribe. De las dos letras te sale una cruz, también puntiaguda, que se impone sobre toda la palabra. Es griego antiguo y significa ‘Dios todopoderoso’.
Ya pasaron las canciones, y un joven feligrés quiere contar cómo “Dios lo respaldó” durante la semana que acaba de terminar. Carlos lleva pantalones entubados y una chaqueta negra de piloto. Se despidió de su melena roquera en el momento en que salió elegido para prestar servicio militar en la policía. Su banda Etherno, de metal, por supuesto, iba a tocar en un bazar de barrio.
“No teníamos un peso, ni siquiera para llevar los instrumentos. Dios mandó el transporte, Dios mandó el almuerzo, a la gente le gustó gracias a Dios, aunque también tocaron grupos de chucu chucu. Nos aplaudieron, gracias a Dios”. Todos vuelven a aplaudirlo.
Cristian vuelve al frente, mientras Adriana, su esposa, lo sigue con la mirada. Ella siempre está ahí, muy cerca, desde hace tres años. Él camina y ella lleva el escudo. Junto a ella puso el pecho cuando empezaron a llegar las amenazas contra él, contra la iglesia. Cuando les tuvieron que poner escolta policial y detectives vestidos de civil para que nadie pusiera esa bomba con la que tanto lo amenazaban. Junto a ella estuvo cuando hizo el Pantokrator Metal Fest, en el que sólo tocaron bandas cristianas de metal, y unos ‘locos’ quemaron una Biblia, para desafiarlo. “Fueron sólo 5 entre más de 2 mil”, apunta.
Es hora de “la palabra”. La luz naranja de los faroles dejar ver cómo aparecen Biblias, negras, azules, rojas. No cinco. Treinta o cuarenta. Biblias por todos lados: en los bolsillos de las chaquetas de piel con taches, debajo de brazos tatuados, sobre el pasto.
“Aquí hay muchos mechudos que son mejores cristianos que algunos de saco y corbata que no cumplen con nada. La Biblia nos dice que la apariencia no es lo que cuenta. Cuando Dios escogió a David como rey de Israel vio lo que tenía adentro”, me dice Cristian sin dejar de mirarme.
Voy a la Biblia. La historia está en el capítulo 16 del primer libro de Samuel. Muy desilusionado con el rey Saúl, Dios envía al anciano profeta Samuel para que unja al nuevo monarca de Israel, entre los hijos de un hombre llamado Isaí. Los mayores tienen todo para ser reyes: son altos, fuertes, bien parecidos, tienen carácter. “No te dejes impresionar por su apariencia ni por su estatura. La gente se fija en las apariencias, pero yo me fijo en el corazón”, le dice Dios a Samuel y elige al menor de todos, a un adolescente desgarbado, con ropas modestas, sin mayores cualidades, que sólo sabia cuidar ovejas y tocar el arpa.
Ese muchachito, según la Biblia, mató leones y osos con sus manos y acabó con el gigante Goliat, porque tenía buen corazón y a Dios le agradó eso. Por eso pasó a la historia.
Por eso los miembros de la Comunidad Pantokrator no juzgan, aunque a ellos no paran de juzgarlos. Pero no condenan a nadie porque nadie está en obligación de querer un amigo metalero.
Una vez Jorge Loaiza, miembro fundador de la iglesia y algo así como ‘teniente coronel’ del rebaño, fue sacado a empujones de una reunión de cristianos. Es alto y tiene rasgos afilados. El pelo ondulado bien podría llegarle a la espalda y sus taches casi le llegan a los codos. Además de ser ‘discípulo metalero’, restaura muebles y tiene una banda de black metal cristiano. Una tarde escuchó música cristiana en un coliseo de decidió entrar y orar un ratico. “No estaba vestido como hoy sino más normal”, bromea.
Adentro, cerró los ojos y alzó las manos y cuando volvió estaba rodeado de mujeres que rogaban al cielo porque fuera libre del dominio del diablo que lo obligaba a ser mechudo y drogadicto.
“No les puse cuidado y salí a mirar unos libros –recuerda con cara de ‘perdónalos, no saben lo que hacen’– Una señora toda videosa llamó a los de seguridad para que me esculcaran a ver qué me había robado y como no me encontraron nada me gritaron que no me iban a dejar promover el satanismo en esa reunión”.
La mayoría, la inmensa mayoría de los que se alistan para escuchar a Cristian hoy, debajo de los faroles, han pasado por lo mismo –por décadas se enseñó que el rock era un invento del diablo a pesar de que Colosenses dice que todas las cosas fueron creadas por Él y para Él, dice–. Incluso el pastor. “Seguro que usted es satánico”, le increpó una señora en una iglesia a la que lo invitaron, pidiéndole expresamente que se vistiera como todo un metalero. “Yo me di cuenta, es que los satánicos tienen un caminadito”, recalcó la mujer.
El que pagó la cuenta
Los que tienen Biblias en las manos esfuerzan sus ojos para dar con el capítulo 3 de Romanos, el texto del que partirá la enseñanza de esta noche.
El texto parece contundente. Pablo, el que al principio mató cristianos y que después se convirtió en el gran apostol, dice a los cristianos de Roma que todos hemos pecado. Unos más y otros menos, pero todos por lo menos hemos mentido u ofendido a alguien, de modo que somos culpables y debemos pagar por ello. Eso, dice, nos separa de Dios. Sin embargo, Él ama a la humanidad y por eso envió a su hijo Jesús para que en la cruz pagara la cuenta de todos. Los que crean en el Cristo serán perdonados, asegura.
El pastor lee y no se escuchan más que los buses que pasan por la calle que pone fin al parque.
“El metal lleva a que la gente se ponga una máscara, a que aparente. Cree que en su ropa va a ocultar que llora, que pasa tristezas. Yo soy un satánico, soy malmirado y ando de negro, pero no quiero admitir que mi papá me dejó, que fui abusado, que he sufrido. La gente debe aceptar que está mal y que es Dios quien puede cambiar eso, nadie más”, asegura Cristian.
Él entiende esos problemas porque los vivió. Se drogó, se emborrachó, coqueteó con el diablo, como él mismo explica, pero salió de eso gracias a Jesús. “Sin él no sería yo, no haría lo que hago, así de fácil”, sentencia.
La melenas y las cabezas rapadas, las caras pálidas con labios negros, se inclinan para orar. A una voz piden que Jesús los limpie de lo malo que hicieron, que pague sus cuentas.
“¿Saben qué parceros?. Los quiero mucho”, dice el pastor.





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