sábado, 2 de enero de 2010

ADIÓS A LAS BOTAS PARAMILITARES

Entrar a la guerra antes de los 11 años ha sido una decisión obligada para miles de niños y niñas que nacieron en medio del conflicto armado que subsiste en Colombia. Unos sobrevivieron, otros reincidieron y hay también un pequeño porcentaje que llegó a la mayoría de edad e intenta reconstruirse en un país donde el círculo bélico sigue sin romperse, menos en época pre-electoral

Por Yeniter Poleo.




El 24 de diciembre de 2004 “Andrés” se apretó el cinturón, se aclaró la garganta y trató de calmar su ansiedad con otro cigarrillo. Hizo su fila y cuando le llegó el turno ante don Mauricio tomó su sobre de pago con muchos billetes dentro, recibió una palmada en el hombro y fue cuando lo soltó, fue cuando pidió la baja. Es probable que entre el deseo de feliz navidad del jefe paramilitar y la solicitud entrecortada del subordinado mediaran unos segundos de tensión, pero don Mauricio, apoyado en la impecable y comprometida hoja de vida del muchacho que tenía enfrente, optó por subestimar la petición y recordarle que debía estar de vuelta en el campamento el siguiente 3 de enero.
“Pero yo me volé”, me dice “Andrés” mientras se rasca el pecho. “Tenía ocho años en la Organización, ya había visto demasiada …” y ni siquiera pronuncia la eme de mierda, sólo la cambia por una mirada que sube al cielo y estrella contra su taza de café. “Ya era una lucha muy berraca entre paramilitares. Los casanareños querían la zona del Meta porque dizque había plata. Los del Meta querían la del Casanare porque había petróleo y arroceras. Empezaron a matarse. Oíamos a la gente decir: No que en San Martín mataron a todos los manes y los mandaron picados en una caja; que si le mataron diez hombres a don Martín Llanos; que si cayó el comandante tal; y yo pensaba ¿cuándo me va a tocar a mí? ¿cuándo me irán a coger a machete, cuándo me van a pasar la motosierra para picarme en diez mil pedazos?”. Sus temores, claro, no sólo estaban basados en lo que había visto hacer sino en lo que había hecho. Su comandante lo esperó un mes, dos meses, hasta que dio la orden de “darlo de baja”, es decir, cobrarle la fuga con la vida. En ese momento, no tenía idea de que existía un programa de desmovilización de paramilitares, producto del acuerdo entre el gobierno colombiano y los cabecillas del grupo ilegal llamado las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Se lo comentó un cura, el párroco del pueblo donde se entregó, Santa María de Boyacá. Tenía 19 años.

— ¿Hace cuánto te desmovilizaste?
— Hace cuatro años. Pertenecía al Bloque Centauros, pero antes había pasado por otros, el Central Bolívar, el Catatumbo, de los Héroes de los Montes de María. Empecé con Los Buitrago.
— ¿Y qué edad tenías cuando ingresaste a las Autodefensas?
— Once.

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Chile tiene a sus “pequeños grandes héroes” de la Guerra del Pacífico (1879-1883); en Paraguay se celebra el Día del Niño en homenaje a 3500 de ellos que se inmolaron en la Batalla de Acosta Ñu en 1869; en Venezuela se celebra el Día de la Juventud para recordar los adolescentes que ganaron la Batalla de La Victoria en 1814; México tiene su Día de los Niños Héroes cada 13 de septiembre; y en Colombia centenares de combatientes lucharon desde los siete años de edad durante la Guerra de los Mil Días (entre 1899 y 1902).
Lo que la historia sigue reconociendo como honor patrio —reclutar menores de edad para hacer la guerra—, fue tipificado como delito en el siglo XX. A pesar de ser una práctica inherente a todos los conflictos armados, sin excepción, la sociedad de naciones apenas empezó a pensar que era inconveniente en 1977. Poco antes del fin de milenio, en 1998, fue creada la Corte Penal Internacional (CPI) que lo declaró crimen de guerra.
Un año antes de que acabara la II Guerra Mundial otro cura fundó entre las verdes montañas del Sureste de Colombia el pueblo Santa María de Boyacá. Décadas más tarde, de sus cuatro mil y tantos habitantes fueron saliendo muchas niñas, niños y adolescentes directo al conflicto armado, en ejercicio de la única posibilidad de “insertarse” en algún sistema. Las opciones siempre fueron claras: durante una época la guerrilla, luego el narcotráfico o el paramilitarismo. Y como en el resto del país, ni el Estado, ni las ONG, ni los organismos internacionales, ni los parientes saben hasta hoy cuántos fueron. “Andrés”, que entonces no se llamaba “Andrés”, me mira con amabilidad pero me lanza un mensaje de obviedad cuando le pregunto cómo fue reclutado. Cuando vives en medio de la guerra, no hay sueños. No hay futbolistas ni cantantes para emular, ni siquiera tienes ganas de estudiar. De una encuesta realizada en 2005 por el ICBF (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar) a niños, niñas y adolescentes desvinculados del conflicto interno, la razón principal para desertar de la escuela (34%) era la de irse a un grupo armado ilegal.
A los nueve años el futuro “Andrés” todavía usaba su nombre de pila y por ese mismo lo llamó el policía del pueblo cuando lo sorprendió robándose una gallina. Lo sometió al escarnio en mitad de la plaza y eso bastó para que llamara la atención de los duros del lugar. En cuestión de días estaba recibiendo propinas de 10 dólares por lavarle la camioneta 4 x 4 a un narco. “Después le buscaba las viejas (mujeres) y se las llevaba a los sitios que ellos me decían. Yo hacía toda la vuelta, me sentía grande”. Al poco tiempo llegaron las Autodefensas Unidas de Colombia, que aunque no eran las primeras ni las únicas fuerzas paramilitares en la historia de ese país, eran las de mayor alcance territorial y organizacional. Llegaron con el discurso de que se habían formado porque el Estado no tenía presencia y ellos se habían erigido en vengadores dispuestos a aniquilar el azote de la guerrilla. Cuando se habla de paramilitarismo en Colombia, se habla de terror, de masacres, de torturas, de descuartizamientos y muerte contra cualquier civil que cayera bajo la sospecha de pertenecer o ayudar a alguna de las organizaciones guerrilleras —que alimentan el conflicto interno en ese país desde hace más de 40 años—; esas acciones macabras pronto se hicieron extensivas a cualquiera que fuera considerado por “la organización” como inútil a la sociedad, por ejemplo drogadictos, violadores o ladrones. Todo eso sucedió, como lo han demostrado testimonios de víctimas, mandos medios, y los mismos ex jefes de las AUC, bajo la vista gorda o el fomento directo de políticos y militares y con financiamiento de ganaderos, hacendados y narcotraficantes.
Entonces, como casi todos sus amigos, aquel muchacho de nueve años que odiaba a su mamá, a sus hermanos, a su vida, pero que pese a todo quería ser alguien, fue materia dispuesta. Enseguida empezó a hacerle favores a los paramilitares. “Avíseme cuando venga la ley”, “hágame esta diligencia”, “Lléveme estas armas”. Pasado un año se levantó una mañana y supo exactamente adónde dirigirse. Mientras caminaba rumbo a encontrarse con ese comandante sin nombre que lo aceptó en las filas de las AUC sólo recordaba las tantas veces que había recibido una palmada en el hombro, un guiño, y había tenido la sensación de ser parte de ese algo que representaban aquellos hombres uniformados y organizados, estables, seguros y con mucho dinero.
Por eso, reclutado lo que se dice reclutado, sigue sin considerarse como tal, como tampoco sus amigos de juegos y gallinas hurtadas que también fueron a parar a las Autodefensas, según dijeron “por voluntad propia”, en su empeño de seguir demostrándole al mundo que a los siete, nueve u once años “ya eran grandes”. Esa respuesta se repitió en 83% de niños, niñas y adolescentes participantes del conflicto armado que la Defensoría del Pueblo de Colombia y Unicef entrevistaron en 2005, lo que llevó a quienes analizaron los resultados a subrayar la relatividad de ese carácter voluntario. Así, mientras George W. Bush reflexionó con madurez sobre la necesidad de enviar a sus jóvenes soldados a la guerra con Irak, en Santa María de Boyacá y en el resto de las regiones colombianas no podía suceder menos: 36% de los niños se unió a un grupo ilegal porque le gustaban las armas y el uniforme y 25% de las niñas lo hizo para huir del maltrato familiar. Cada quien con sus patrias.

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Ahora Deibyson tiene 23 años, pero se siente viejo. Hace unos minutos estaba durmiendo sobre un colchón en el piso de su cuarto, ubicado en alguna casa compartida en Bogotá a pocas cuadras de la estación del Transmilenio (especie de servicio de Metro prestado por autobuses). Son las cuatro de la tarde. Lo llamo al celular para preguntarle hacia dónde debo caminar para que nos encontremos y me pide que lo espere, que se pone un pantalón y pasa a buscarme. Pasan uno, dos, diez buses. El tránsito está movido. Hay mucha actividad en torno a las ferreterías al mayor que compiten entre sí una junto a otra, y los vendedores ambulantes ofrecen caramelos y llamadas telefónicas por escasos pesos. Cualquier muchacho puede ser ese que estoy esperando, cualquiera de los que pasa a mi lado puede haber visto, haber sentido, haber hecho lo mismo que aquel viejo “Andrés”, ese que ahora ha vuelto a llamarse Deibyson. Para recuperar su identidad, el joven entregó 60 cadáveres, fusilería y reveló dónde había caletas de dinero enterradas al ingresar al programa de reinserción; pagó 18 meses en prisión por porte ilegal y extorsión y pasó otros en un centro de rehabilitación por drogas y alcohol. Suficiente para envejecer pronto.
“La gente dice que soy un niño, pero no es verdad”. Es alto, trigueño, tiene el cabello cortado al rape, una camiseta azul con bordes rojos que dice en el pecho San Francisco Football, y los ojos marrones casi miel, cansados y tristes. La verdad es que sí parece un niño grande pero tiene problemas de adulto. “No podemos ir a mi casa”, me dice. “Se me fue la mujer, se llevó a mi hija, se llevó todo y me dejó nada más la ropa”, explica mientras cruzamos la avenida. Una, dos, tres, cinco callecitas en dirección a la montaña y entramos a una panadería donde sólo hay dos setentones contándose la vida. Pide un café negro, un tinto. Está aún en shock. “Me fui al colegio el sábado, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, y cuando llegué aquí...bueno…ella se fue a escondidas; la llamo y la llamo al celular y nada”.
Lo que él llama “el colegio” es donde los fines de semana sigue estudios intensivos de bachillerato dentro de un programa gubernamental diseñado para reinsertar en la vida civil a quienes depongan las armas. Una reinserción que en realidad significa una inserción inicial porque es la primera vez que el sistema le brinda una oportunidad. Él quiere recuperar el tiempo: “A estas alturas yo debería estar graduado”. Su condición especial de desmovilizado le permite concluir los estudios básicos y simultáneamente hacer una carrera técnico universitaria en Mercadeo. Va por el cuarto semestre. No tiene trabajo y vive de la mensualidad que le deposita el Gobierno, unos 250 dólares. Conoció a su mujer, la que se fue, en ese programa oficial. Ella había sido guerrillera de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Al surgir el amor y la paz entre ambos, se mudaron a un mismo cuarto con la plata recibida por superar la primera etapa del programa. El bono de él fue cercano a los 900 dólares.


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El 15 de julio de 1998 el ELN (Ejército de Liberación Nacional) firmó en Wurzburg, Alemania, los Acuerdos de Puerta del Cielo; el 26 del mismo mes, mismo año, las AUC suscribieron la Declaración de Paramillo; en junio de 1999, las Farc asumieron un compromiso ante la ONU; en todos los casos, la promesa fue: “No reclutaremos más nunca menores de edad”. Incumplieron.
“Hay una invisibilización de ese crimen de guerra”, opina María Jimena Sierra, consultora jurídica de Coalico (Coalición contra la Vinculación de Niños, Niñas y Jóvenes al Conflicto Armado en Colombia). Piensa que Colombia está tan acostumbrada a expresiones de violencia contundentes, “que hasta se toleran ciertas formas de esa violencia”. Esa invisibilidad empieza por no hacerse preguntas y sacar mal las cuentas. Quien fuera hasta hace poco el Alto Comisionado Presidencial para la Paz, Luis Carlos Restrepo, escribió varias cartas en 2007 en las que aseguraba que las AUC tenían “un perfil básicamente adulto”. Describió también su tenacidad para recuperar niñas y niños soldados, y contó cómo al término de la desmovilización las Autodefensas entregaron nada menos que 391 menores de edad.
Pero Human Rights Watch reportó que nada más en las AUC se calculaba la presencia de 8000 niños, niñas y adolescentes reclutas. Deibyson recuerda que cuando era “Andrés” junto a él se entrenaron varias niñas; recuerda que cuando ingresó a las AUC encontró allí muchos de sus amigos contemporáneos; recuerda: “Yo formaba parte de una contraguerrilla (esto es, de 30 a 40 personas), en que más de la mitad éramos menores de edad”.
Al entregarse y dar sus versiones libres, los mismos ex jefes paramilitares fueron dando cifras adversas al argumento de Restrepo. Edgar Fierro, alias “don Antonio”, contó que el salario de los menores estaba entre 150 y 250 dólares; Ramón Isaza, alias “El Viejo”, confesó ser dueño de una isla donde tenía niñas y niños trabajando; Freddy Rendón, alias “El Alemán”, reconoció que en su grupo había 358 menores de edad, pero oficialmente sólo entregó cuatro. El mismo Rendón empeoró los números cuando en agosto de 2008 juró testimonio y dijo que el Comisionado, Luis Carlos Restrepo, había sugerido enviar a sus casas a los menores “para no perjudicar el proceso de desmovilización”. Una investigación del diario El Tiempo dio con el paradero de varias de esas niñas y niños ex soldados que recibieron dinero —por sus servicios prestados a la causa paramilitar— con la condición de callarse, con lo cual jamás recibieron ayuda psicológica ni apoyo para reinsertarse. En 10 años de funcionamiento del programa para atender a menores de edad salidos del conflicto del ICBF, se han tratado apenas 4000, y según datos de Coalico y de la Comisión Colombiana de Juristas, el Estado no se ha interesado por investigar ese crimen de guerra. “En la Fiscalía General de la Nación, hasta octubre 2008 existía un registro de 665 casos por reclutamiento ilícito de niños y niñas”. De esos expedientes hay 292 activos y sólo dos casos han recibido condenas.


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Si esos niños y niñas aparecen o no, si se les hace justicia o no, ya no puede afectar a Deibyson, porque él forma parte de otro porcentaje, el 40% que ingresó al paramilitarismo siendo menor de edad y allí pasó su infancia y adolescencia. Colombia es el único país en América donde continúa este tipo de reclutamiento ilegal, pero también desde lo legal se sigue inspirando a niños y niñas a pensar en la guerra: desde 1999 el Ejército no recluta menores de 18 años, pero el servicio militar sigue siendo obligatorio, por lo menos para los varones más pobres que no pueden pagar por obtener la libreta militar, documento que constituye requisito indispensable para optar a cualquier empleo. Además, en ese país existen cerca de 46 colegios marciales. En su reporte 2008, Coalition to Stop the Use of Child Soldiers recordó también que esos institutos imparten cerca de 1300 horas de entrenamiento castrense y que hay programas oficiales dirigidos a “familiarizar con la dinámica de la guerra” como “Soldados por un día” y “Soldados campesinos”.
“La guerra no se va acabar nunca”, reflexiona Deibyson. Mira su taza de café vacía y me dice: “Sólo cambian los nombres. Se acabaron las Autodefensas, pero ahí están las Águilas Negras, las Autodefensas Gaitanistas. Si se acaba la guerrilla completa ¿qué va a hacer el Gobierno con el Ejército Nacional?”. Las Águilas Negras y las Autodefensas Gaitanistas son apenas dos grupos de muchos a los que han ido a parar, según las ONG, gran parte de aquellos niños y niñas dados de baja por la puerta de atrás; no obstante, el Gobierno considera a esas organizaciones “bandas criminales emergentes”, por tanto, los menores son “capturados” y no “recuperados”, una sutileza lingüística con gran impacto jurídico. La percepción del viejo “Andrés” sobre la supervivencia del conflicto armado cobra sentido al repasar las consecutivas y reiteradas promesas de guerra para alcanzar la paz hechas por el actual presidente de Colombia. En 2000 cuando era candidato, Álvaro Uribe ofreció “fortalecer la autoridad para frenar la guerra”, con lo que pasó de 5% de apoyo en las encuestas a ser elegido con un récord de más del 60%. En 2006, como candidato-presidente dijo: “En estos cuatro años la guerrilla probó el desayuno, ahora le falta el almuerzo”. A punto de finalizar su segundo mandato, Uribe mueve sus piezas para modificar las leyes y ser elegido por tercera vez.




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