Que “en Guayaquil (la ciudad más comercial del Ecuador) se venden hasta piedras”, lo sabe todo guayaquileño. En ese lugar existe, sin embargo, una joven que vende algo más insólito que eso: su estado civil a cuanto cubano -prófugo de la dictadura de Castro- se cruce por su camino. Al poco tiempo se divorcia, para, después, volverse a casar con un isleño diferente. ¿Puede, una persona, vivir cambiando todo el tiempo su estado civil?
por Arturo Cervantes
Laura Castillo me tiró el teléfono (exagero, sólo presionó el botón rojo de su móvil que da por concluida una conversación) seis veces antes de aceptar ser entrevistada. Previamente me advirtió –aun desde su celular- que no saldría del anonimato. Al día siguiente, cuando cruzamos por primera vez miradas, me lo volvió a recalcar. Después de dos semanas de diálogo, Laurita –como la llaman sus amigos- aceptó que las cinco letras de su nombre sean escritas sobre papel. Y que sean publicadas.
“Me casaba y, después de algunas semanas, me divorciaba”, cuenta Laura –ecuatoriana, de 22 años- con la misma naturalidad con la que le da un primer sorbo al jugo de naranja que acaba de preparar en la cocina de su departamento. Laurita sabe que si no fuera por su habilidad para cambiar la mayor cantidad de veces –en el menor tiempo posible- su estado civil (eso, en lenguaje empresarial, es ser eficiente), su novio aun estaría con ella.
Esta joven, de nariz fileña y de ojos rasgados (“no soy china, pero mi abuela sí lo fue”), se ha casado con algunos cubanos que estuvieron de paso por Ecuador. Con una única condición: que estén dispuestos a divorciarse de ella a los pocos días de haber contraído nupcias en el Registro Civil de Guayaquil. Y, claro está, que estén dispuestos a pagar. A cambio de esos “matrimonios arreglados”, Laura recibía, como mínimo, unos $400. El prófugo de la dictadura cubana, por su parte, se largaba del país para lucir, por cualquier parte del mundo, su flamante nacionalidad ecuatoriana.
Se trata de una mafia que opera en Ecuador y que está jerárquicamente organizada para que los de “abajo” (el caso de Laura y de muchas otras mujeres de escasos recursos económicos) puedan ser explotados por los de “arriba”. Según Laurita, un cubano que desee obtener la nacionalidad ecuatoriana, por medio de esta organización clandestina, debe pagar cerca de $6000.
-Un jugoso resultado lucrativo, ¿no? –me dice, mientras acomoda el almohadón color caqui para poder sentarse más firme de lo que ya estaba.
-¿Más que el (jugo) de naranja?- le pregunto con rostro serio.
-¡Aish!
El que se encargaba de contactar a los cubanos era “Pipo” (Laurita se niega a decir su nombre verdadero; no por temor a represalias, sino porque, simplemente, no lo sabe).
-Un día me contactó un señor que se hizo llamar “Pipo”. Me ofreció trabajar con él, y yo, que por esa época andaba sin trabajo y muy pobre, acepté.
Seis días después Laurita acudió al Registro Civil y “ya todo estaba arreglado”.
-Intercambiamos información muy básica (entre el cubano y Laura), que supusimos nos podría preguntar el juez que nos iba a casar, llevé mi cédula de identidad, certificado de votación y dos testigos, que eran unas amigas que me ayudaron en esto. Y eso fue todo. Unas semanas después, empezaron los trámites para el divorcio.
De ese, su primer matrimonio, Laura recuerda que tuvo que intercambiar, en presencia del juez, un beso con el isleño (“que no era feo”). Todo para hacer más real las falsas nupcias. Todo para obtener las cuatro centenas de dólares que tanto necesitaba esta sudamericana de nivel socioeconómico deplorable. El debut en el negocio clandestino le ocasionó nervios; y los nervios, a su vez, le hicieron olvidar que tenía que sacarle copias a todos sus documentos. Un trabajador del lugar -que era fornido, de pelo tupido y tez negra- la tranquilizó: “No se preocupe, eso suele pasar. Déme todo que yo le saco las copias”. Y se las sacó.
Laura Castillo se recuesta sobre el sofá gris y desteñido, que se encuentra en la sala de su pequeño departamento. Se queda en silencio por algunos segundos. Luego retoma el diálogo y sintetiza los demás matrimonios -talvez por cansancio, talvez porque así fueron-: “Salvo por los diferentes rostros (de los cubanos), las siguientes (nupcias) fueron iguales a la primera. Excepto el último matrimonio que tuve con un cubano malparido. Ese cambió mi vida”.
Laura firmaba y los de la mafia se encargaban de los trámites para el divorcio. Ella no tenía que preocuparse de nada más. Sólo de apuntar el papel para, luego, disparar su firma. Siempre. Así ocurrió, también, con Jaime Robles (“el cubano mal parido”). Laurita firmó y se fue.
Con su firma, ella autorizaba a un procurador especial –que era escogido por “Pipo”- para que se encargue de divorciar, por “mutuo consentimiento” y ante un juez de lo civil, a los recién casados. Como no habían bienes ni hijos de por medio (hecho que, aunque siempre despertó sospechas, carecía de respaldo legal para señalar a este tipo de matrimonios como “arreglados”), los trámites no sólo que eran rápidos sino, que también, eficaces. Por escrito, la persona designada escribía los datos principales de los novios y su voluntad de divorciarse. Aproximadamente ocho semanas después, el juez convocaba a los cónyuges a una audiencia de conciliación, en la que, de no manifestar un propósito contrario, expresaban de consuno y de viva voz su resolución definitiva: dar por disuelto el vínculo matrimonial. De esta manera, Laurita se liberaba de su estado civil que la mayoría de veces, con una capacidad histriónica envidiable, pasaba de casada a divorciada. Y viceversa.
Pero con Jaime Robles fue diferente. Luego de casarse con Laura Castillo, por razones desconocidas, desapareció. Sin dejar, claro está, la firma para apoderar al procurador respectivo. Por esa razón, en esta ocasión, a Laurita nunca la llamaron a una audiencia de conciliación. Sin embargo, eso –posiblemente por ignorancia o por ingenuidad- jamás levantó ninguna duda en ella. Laura, luego de firmar, pensó que pronto estaría divorciada. Pensó mal.
“Pipo” nunca la llamó para comentarle que Jaime había desaparecido. Tampoco para concretar un nuevo negocio pues, en este oficio, existe un requisito ineludible: ser soltera. Aunque no lo sabía, Laura Castillo hace mucho que no lo era.
Algunas semanas después conoció, en un bar, a un peruano, que la superaba por cabeza y media, y que tenía un carro Chevrolet Aveo. Se enamoró.
-¿Del carro?
-No, de él
Aquella noche, dice, no tenía otra pretensión diferente que el dormir temprano. Sin embargo, cedió ante la insistencia de Claudia, su mejor amiga. Juntas acudieron a un bar para tomar un par de cervezas. El peruano se acercó donde estaba Laurita y le presentó su mejor sonrisa. A primera vista, y ante la oscuridad propia de un lugar cerrado y nocturno, lo primero que le atrajo fue su cuerpo que, de tan fornido, resultó imponente. Luego de un diálogo que resultó ameno, concretaron una cita. A la mañana siguiente, lejos del bar, y con la complicidad del día, Laurita pudo apreciar los grandísimos ojos marrones vistos, a su vez, desde sus pupilas negras.
Tres meses de noviazgo fueron suficientes. Un día decidieron pedir cita en el Registro Civil: se iban a casar. Y sin recibir nada a cambio. El tipo me mira desde el portarretrato, que está ubicado en una pequeña mesa color arcilla pero cubierta de polvo. Parece asentir lo dicho por Laurita.
Cuando Laurita llegó al Registro Civil, el moreno de las copias le hizo un gesto sugerente. Le dijo “¡otra vez tú!” pero sin decirlo, sólo con los ojos. Ella hizo caso omiso a cualquier mirada: esta vez la cosa iba en serio. Sus dos amigas, las que la acompañaron en todos sus matrimonios de ficción, estaban, una vez más, junto a ella. Laura y el peruano se acercaron donde un señor -escaso de cabello- que se encarga de revisar en una computadora los datos de todos los aspirantes a esposos. El peruano pronunció su nombre completo. Laura también lo hizo. Esa fue la última vez que lo vio.
Laurita llora. Llora porque no sabe lo que es casarse sin tener que pensar, enseguida, en el divorcio. Llora porque posiblemente nunca encuentre al cubano que le puso un candado a su estado civil.
El Código Civil ecuatoriano, al tratar las razones válidas para el divorcio, es muy específico. Incluso con Laurita. Son causas de divorcio, entre otras, “el abandono voluntario e injustificado del otro cónyuge, por más de un año ininterrumpidamente. Sin embargo, si el abandono a que se refiere el inciso anterior, hubiere durado más de tres años, el divorcio podrá ser demandado por cualquiera de los cónyuges”. Es decir, alejándome de la jerga legal, dado que en este caso el divorcio no es por mutuo acuerdo, para que Laura pueda divorciarse, tendrán que transcurrir 1095 días. O, lo que parece imposible: que el cubano dé la cara.
-No creas que todo lo que te he dicho lo he dicho por hacerte un favor. ¿Quién sabe? Talvez ese Jaime Robles lea esto y regrese para divorciarse.
sábado, 2 de enero de 2010
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