lunes, 13 de julio de 2009

Y VOS... ¿DE QUE TE REIS?

La alegría nos acompaña desde que nacemos. Todos gozamos de ella, algunos más, otros la van perdiendo a medida que van creciendo. En este texto, el cronista llega hasta una escuela de risoterapia, donde la gente paga por reírse sin sentido para sentirse mejor y para recuperar la felicidad que alguna vez perdió.

Texto: Javier Barba.



Comenzamos “La ducha de la carcajada” armando una ronda, todos tomados de las manos. Éramos poco más de diez personas en ese amplio salón iluminado, rodeado de sillas blancas de plástico, y con música instrumental de fondo. Nadie se conocía entre sí, salvo un par de parejas y algunos amigos dentro del grupo. Elegimos a Marcela como candidata para poner en práctica el ritual. Era tímida y callada, tenía el pelo castaño, una sonrisa prácticamente inaudible y un cuerpo frágil y pequeño. Se paró en el centro de la ronda y se mantuvo quieta, con los ojos cerrados. A partir de ese momento, “La ducha de la carcajada” se puso en marcha sin parar: nos acercábamos hacia ella todos juntos, nos reíamos bien fuerte a su alrededor, mientras los cientos de ja ja ja rebotaban por todas las partes de su cuerpo. Luego nos volvíamos a alejar, y así sucesivamente. Sin soltarnos de las manos, tratábamos de contagiar una de las cosas que tanto parece escasear en el mundo actual: la risa. El efecto era eficaz, porque las carcajadas de esta mujer, desconocida para muchos, sonaban ahora como si fueran las primeras de su vida.
Así festejamos los 50 años de Marcela quienes habíamos asistido al taller “Hombres y mujeres que ríen”, en la Escuela Internacional de Automejoramiento La Risa y La Salud, única en la Argentina y en gran parte de Latinoamérica. Los cursos y talleres que se dictan allí sirven para entender que la risa es mucho más que enseñarle los dientes a quien tenemos enfrente.
El matrimonio de fonoaudiólogos Rubén Delauro y Mirtha Manno, que presiden La Risa y la Salud desde hace 13 años y medio, fueron también actores humorísticos. Ellos sostienen que la risa juega un papel preponderante en cuanto a lo físico, lo mental-emocional y lo espiritual. Lo pude comprobar después de haber estado ahí y haberme reído por tres horas seguidas. Sentía mi cuerpo con otra energía, más distendido, más liviano, casi como después de pasar por una larga sesión de masajes.
Pero, pese a lo saludable que puede resultar, no se lo recomendaría a cualquiera. Rubén y Mirtha fomentan un tipo de risa forzada para alcanzar esta plenitud. Puede que a muchos les resulte incomprensible o inútil generar una risa falsa, sin razón, por el solo hecho de sentirse mejor. No importa si ellos no son graciosos, la gente se ríe igual, casi por compromiso. La risa a cualquier precio es el costo que hay que pagar cuando uno asiste a Risoterapia.

Si querés reír, pagá

Llego hasta Almagro para visitar La Risa y la Salud, preguntándome cómo es posible que alguien pudiera pagar para reírse. Todo lo que nace de la naturaleza tiene su sustituto artificial, hasta lo más básico. Si uno se queda pelado, paga por hacerse un entretejido, si una mujer nació con un cuerpo que no le convence, paga una cirugía estética. Ahora también, si uno no puede ser feliz, paga por tratar de reírse.
Escuché varias veces esa frase de que la felicidad no tiene precio; sin embargo, cuando estoy parado frente al escritorio de Mirtha, ella me avisa que tengo que pagar 50 pesos para poder probar la terapia de la risa.
Su mesa de trabajo queda a unos metros más allá de la lujosa y brillosa puerta dorada de entrada, que en el centro tiene unos finos barrotes que protegen el vidrio central, el único acceso visual desde la calle. Allí hay pegada, como también en el timbre, una calcomanía con el logo de la Escuela Internacional de Automejoramiento: una cara con dos líneas en la parte superior que representan unos ojos cerrados y una amplia línea inferior arqueada que simboliza una sonrisa de lado a lado. En el medio, como si fuera una nariz, un pequeño globo terráqueo.
Mirtha parece tener alrededor de 50 años, pero aparenta llegar apenas a los 40. Tiene el pelo de una tonalidad cobriza clara, con un largo que le supera la mitad de los hombros. El flequillo le tapa la frente. Lleva una remera negra y encima un saco de color rojo que le hace juego con los zapatos; además, tiene puesto un extraño jean color azul, que de una pierna se ve normal y en la otra tiene unos agregados de tela que simulan las manchas de un felino. Ella ametralla risas por cada frase que expresa, abre el telón de la boca y deja escapar una risa que no surge armónica de lo más profundo de su espíritu, sino que resulta tan falsa que tropieza en la garganta y sale ruidosa y chillona.
En la atmósfera se huele una mezcla extraña de incienso y perfume barato. Desde el improvisado escritorio de Mirtha, en el que no hay más que un teléfono, un cuaderno y un lapicero con algunas biromes, puedo observar el salón principal, donde se encuentran sentadas cuatro mujeres mayores. No hay hombres. Me llama la atención pensar que, al menos en ese espacio, la falta de humor fuera un problema propio del género femenino.
Lo veo a Rubén, algo desorientado, como si hubiera perdido algo. En su pelo empiezan a aparecer las primeras canas, lo que le da a su cabello un particular color ceniza. Tiene ojos claros y viste una camisa roja, con un pantalón negro, como sus zapatos, tan brillosos que parecen recién lustrados. Es una persona tranquila, pausada. Cuando ríe, su boca se alarga hacia extremos inalcanzables de la cara para cualquier otra persona. Posee una sonrisa de guasón que deja entrever unos dientes enormes y perfectos. Distingo que lleva abrochado al bolsillo de su camisa un prendedor redondo con dos ojos y unos labios sonrientes. Una versión simple del clásico emoticón.
Ingreso al salón y me siento en una silla, al lado de una señora de pelo corto, con anteojos y aros de aproximadamente dos centímetros de largo. Petisa y voluminosa, posee una forma compacta, casi circular. Es abuela, y está acompañada de una amiga.

- Se nota que sos periodista, porque estás anotando todo- me dice la abuela.
- ¿Vos no estarás anotando todo para publicar en algún lado?- me consulta preocupada su amiga.

En el frente del salón, hacia donde apuntan todas nuestras miradas, hay dos cortinas doradas sobre la pared, como un telón de fondo. Sobre una de las paredes cuelgan los títulos de Fonoaudiología de Mirtha y de Rubén, egresados de la Universidad de Buenos Aires.
Detrás del escritorio de Mirtha, están a la venta relojes y almohadones con la carita sonriente, un diseño ya hartamente monótono en la Risa y la Salud. La risa bien explotada, entonces, es un negocio creativo que, si uno no tiene los recaudos suficientes, puede sacarte hasta el último centavo.
Ahora son las 17.20 y la gente sigue llegando. Inesperadamente, se escucha un fuerte alarido de Mirtha, su forma histérica y estridente de darles la bienvenida a los conocidos. Así recibe a Daniel y Silva, un matrimonio amigo. Minutos después llegan los últimos, Marcela, con su sonrisa silenciosa, y Roberto, su pareja. De esta manera, alcanzamos a ser alrededor de 13 personas.
Todos estamos dispuestos en las sillas de plástico, cuando de repente, el matrimonio risueño hace su aparición en el salón y entran en escena al frente de todos, delante del telón dorado. También ingresa Valentín, el hijo adolescente de Rubén y de Mirtha. Con apenas 18 años, es el orgullo de la familia: está en segundo año de la carrera de Medicina y se convirtió en uno de los primeros egresados del curso de La Risa y la Salud, que dura tres años y medio. Su cara es redonda, cachetudo, pero no llega a ser gordo. Su pelo lacio está todo revuelto y la zona de la pera y de las patillas se mantiene ligeramente sombreada por una barba rala.

- ¿Cuándo se enojan ustedes?- le pregunto a Valentín.
- Lo importante no es cuándo- me responde-. Uno se va a enojar muchas veces. Es imposible que siempre se viva con una sonrisa. Lo importante es poder volver al eje, cada vez que uno se enoja. Volver al eje significa recuperar el estado de armonía y paz en el que uno estaba.

Rubén y Mirtha tienen colocadas dos antenas cada uno, sujetas a sus cabezas por una bincha. Los llaman catalizadores. En las puntas, ella tiene dos estrellas; él, como si hiciera falta remarcarlo, dos caritas sonrientes. Después de una larga presentación al público presente, nos presentamos. Uno por uno cuenta a sus compañeros quién es y explica su problema con la risa, desde cuándo la risa está más ausente, como si fuera una enfermedad que tuviéramos que reconocer delante de un grupo de autoayuda. Por último, cada uno debatió si eran los hombres o las mujeres los que más se ríen.
Luego de eso comenzamos con el primer ejercicio. Mirtha se había ido y Rubén nos propone cerrar los ojos. Lanza una pregunta que se pierde en la música de fondo que todavía seguía sonando: “¿Se vieron alguna vez sonreír delante del espejo?”. Silencio. La consigna ahora consiste en tomarse los cachetes con ambas manos y mantener intacta por un instante la mejor sonrisa. Repetimos el ejercicio de contraer y estirar los labios varias veces. Tal vez el sentido de la actividad es sentir la sonrisa como propia, reconocerla. No lo sé. A mí, lejos de recordar cómo es mi sonrisa, me produce un dolor en la zona de los pómulos.
Rubén le deja su lugar a Mirtha, quien ya no está con su catalizador en la cabeza. Mirtha reemplaza la quietud de la música sinfónica por un tema de la brasileña Daniela Mercury, para bailar en círculo por todo el salón, uno detrás del otro, con una mano en la cintura y con la otra saludando. “Imagínense que están caminando por una playa, saludando a la gente. Hagan de cuenta que las mujeres tienen traje de baño y los varones zunga”, dice Mirtha. El momento de las coreografías llega con lo que ellos llaman “La ley de la atracción”: una serie de movimientos constantes del cuerpo acompañados de frases optimistas, como por ejemplo, los pulgares hacia arriba, al grito conjunto de “Sí puedo”, o “Me lo merezco”, cruzando los brazos a la altura del pecho.
A muchos se los veía algo fatigados. Con la excusa de sentirse bien, hicimos el ridículo por un rato, nos comportamos como chicos, nos sentimos más liberados. Después vamos a tomar la merienda. Donde antes estaban los relojes y los almohadones a la venta, ahora hay una mesa con dos termos, uno con té y el otro con té con hierbas, y tres bandejas de facturas. Durante ese rato, el protagonismo lo capitaliza el matrimonio, que describe con exactitud y esmero las bellezas naturales del mundo que habían tenido la suerte de conocer en cada uno de sus viajes de trabajo.

La risa es cosa seria

Finalmente, una vez descansados, volvemos al salón para hacer algunos ejercicios para forzar la risa: Rubén nos indica cuándo debemos reír sin parar delante de los compañeros de enfrente. Realmente uno siente las respuestas del organismo con este ejercicio, pero también implica algo que quizás muchos han querido hacer alguna vez: reírse a carcajadas en la cara de otra persona, sin que se ofenda.

- ¿Cuál es la diferencia entre la risa fingida y la risa forzada?- le pregunto a Rubén.
- La risa fingida es del rostro para afuera. Y la risa forzada es del rostro para adentro. Vos estás forzando algo, tratando de sentirlo en serio. El que finge, no intenta sentir nada. Y lo más importante es que el resultado se obtiene. Todo fue forzado acá. El organismo recibe el esfuerzo. El resultado empieza a aparecer porque el cuerpo lo asume como verdadero.
- ¿Uno se puede reír de cualquier cosa?- le pregunto.
- Vos te podés reír de lo que quieras. Depende de vos- responde Rubén-. Vos te podés reír de hasta la mismísima muerte.
- Cuando ustedes cuentan que se dedican a hacer reír a la gente, ¿cuál es la reacción de los demás?
- Hay reacciones diversas. La mayoría te dice: “Ah, qué bien”. Es de agrado. Pero no sabés si te lo está diciendo de compromiso.
- Algunos lo ven como estado de necesidad. La reacción de la gente es “qué bueno, qué lindo, me hace falta”- agregó Mirtha.


Dentro de media hora, cuando finalice el taller, mis compañeros desaparecerán, como fantasmas, y no los volveré a ver nunca más. Me quedo un rato más hablando con Rubén, quien está tan cansado que ya sonríe en cámara lenta.

- Vos sos muy buen periodista y preguntás muy bien, pero es hora de que te vayas- interrumpe Mirtha.

A pesar de que me lo dijo en broma, yo ya estoy guardando todas mis cosas para irme. Eran como las 9 de la noche. Saludo a todos, salgo a la calle y me pierdo en la oscuridad. A esa hora, el partido entre Gimnasia de La Plata y Vélez, club del que soy socio y fanático, había terminado. Como no pude verlo, llamo para averiguar el resultado. Mientras camino, mi papá me dice que había perdido 3 a 1. Corto. Miro el piso. Tras enterarme de esa noticia, pierdo todo lo que había aprendido. Tanta risa cultivada para perderla apenas apoyo el pie en la calle.

7 comentarios:

  1. me parecio fantastico el cuento, muy bien redactado´, y el tema muy original,te felicito yte mando un beso.Alicia bUENO,bueno,jajaja,pero no pago 50 esos a Mirtha,Un abrazo.

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  2. Javier, vos no trabajarás para ellos no? Porque al leer esto me hiciste reír. Muy entretenida la historia, muy bien contada y el final es buenísimo. Quiero más! :D

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  3. la risa cura, alimenta y hiere
    ironico..no?

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  4. jajaja, muy bueno Javi. Se nota que sos rata hasta en las cronicas que escribis man!!. $50 por hacerte reir en forma casi personalizada es barato!!. Anda a cualquier teatro de la calle Corrientes y vas a comprender.

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  5. muy entretenida la crónica!! si juego el rol naive me encantó, pero si me subo a los zapatos del porteño me paracen medio chantunes ja!

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  6. Sí, Chévere la crónica compa, bacana,
    saludos!!

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  7. Que buena crónica, eso si debo reconocer que el hecho de que la terapista de llamara Mirtha me hizo pensar todo el tiempo en la "sincera" sonrisa de la "chiqui Legrand"

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