lunes, 24 de mayo de 2010

QUE EL SISTEMA NO NOS TOQUE

Por Daniela González Albornoz

Una familia come sólo lo que cultiva, con semillas que caen de los árboles, porque jamás usarían una comprada. Hubo un tiempo en que vivieron en una cueva. Hace un par de años, por primera vez, adquirieron un televisor.


El lunes tengo que volver a trabajar, revisar el e-mail, hablar con mi jefe. En eso pienso esta tarde de sábado, mientras Gastón me sirve un vino rosé que él mismo fabricó y mientras Norma envasa las cremas curativas y naturales que ella misma hizo con las plantas de su huerto. Estoy metida en el living de su casa y Norma y sus hijos me están mostrando fotografías de donde vivían antes.

- Las dos niñas nacieron en estas cuevas-, dice Norma.
- ¡Las pariste ahí!
- Sí, ahí, en esta parte, bajo el árbol.
- ¿Y no tomaste algún medicamento para el dolor?
- No, qué va. Ah, bueno, sí, me comí un pedacito de placenta.
- ¡Qué! ¿Y qué sabor tenía?
- Era como comer un pedazo de carne, nada más. Si la placenta no ha estado alimentada con algún químico extraño, entonces está todo bien. Yo al otro día me sentía como nueva.
- ¿Y cuando pariste, alguien te ayudó?
- Sí, bueno, es que la gente con la que vivíamos allá en las cuevas eran de nuestra misma onda... nos ayudábamos...
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Aurora, una de las hijas de la pareja, recuerda que ella vio parir a otra señora debajo de un árbol en esa comunidad de las cuevas. Tenía unos seis años y se recuerda perfecto. “Allá era más extremo que acá; lo que pasa es que nosotros les exigimos un poco más de normalidad a mis papás, por eso nos vinimos. Ahora tenemos televisor, por ejemplo”.


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En un pedazo de campo, cerca de Talca, en Chile, vive una familia que cultiva toda su comida. El pan que desayunan es hecho por ellos. La carne que se comen es la de los animales que tienen en su granja: patos, conejos, peces. Los huevos son de sus gallinas. El agua es de su río y los vegetales son de sus chacras. No hay ni una sola semilla que hayan comprado para plantar los tomates, zanahorias, lechugas, manzanos, duraznos, frambuesas y todos los alimentos que tienen para autoabastecerse. Ni una sola semilla comprada, "porque esas son transgénicas" y, si las ocuparan, dicen, le harían un daño enorme a la tierra. "¿Pero si no te quedara otra opción, plantarías una semilla transgénica?", le pregunto a la Norma. "¿Y tú, envenenarías a tu madre?", me responde con algo de rabia.

Norma y Gastón son una pareja de españoles cincuentones. Ella tiene unos crespos de pelo blanco que no alcanzan a tocar sus hombros. Quizás el blanco se nota más, porque su piel es tostada, como café con leche. Se le nota que ha pasado la mayor parte de su vida en la playa: fue en las Islas Canarias, en España, hace 20 años, cuando conoció a Gastón.

Gastón, que tiene el mismo tono de piel quemada –aunque algo más naranja, quizás-, es de esos flacos pero fornidos. Cuando abre el vino, sus brazos se llenan de venas y músculos queriendo salir a mostrarse.

Ellos eran un par de hippies y cuando se enamoraron, se fueron a unas cuevas a construir su hogar y las fotos lo evidencian: cuevas, en unas montañas, al borde de un precipicio, se convirtieron en una casa a punta de la propia construcción. Están las fotos del "antes" y "después" y sus hijos me las muestran orgullosos. En ese tiempo, un par de familias los siguieron y vivieron en comunidad, usando el sistema lo menos posible.

Hace siete años se vinieron a Chile en busca de un terreno fértil para plantar. La razón del cambio la atribuyen a la intuición de Norma; su esoterismo le permitió “percibir” que era en ese lugar donde tenían que seguir haciendo su vida. Y quién sabe cómo, pero acá construyeron absolutamente solos su casa, una pajarera, dos invernaderos de cactus, plantas orientales y medicinales, un lugarcito para hacer yoga y meditar, un gallinero y un sitio para trabajar en artesanía. Además de sus huertos donde plantan con semillas que se trajeron de España y con las que intercambian con otros agricultores. A Chile se vinieron con cuatro de sus cinco hijos.

José, el segundo de ellos, tiene 19, un cuerpo fornido igual que su padre, unos rizos rubios, ojos verdes y está a punto de entrar a estudiar sicología a la universidad, a pesar de que a su madre no le parece que se inserte en el sistema. José me cuenta que la sicología le permitirá ayudar a otras personas a darse cuenta que hay otras maneras de vida, como la que él conoce. Aurora, la chica que le sigue a José y que tiene 17 años, nos interrumpe la conversación para mostrarme otra foto: "esa fue la señora que vi parir. Y ese es el árbol, y ese niñito fue el que nació".


Los siguen

Gastón trabaja todo el día en su granja y por estos días está construyendo un lugar que servirá para poner las cremas naturales y curativas que hace Norma, los tejidos, los collares y los pocillos de calabazas que venden como artefactos de decoración. Siempre reciben gente. Curiosos que vienen a verlos e inclusos a ayudarlos a cultivar la tierra, y que llegan porque alguien les contó que existe esta familia. Norma y Gastón, recientemente, se han hecho parte de una red mundial de granjas ecológicas llamada World Wide Opportunities on Organic Farms (www.wwoof.org). Nunca se han metido al sitio web, claro, porque esta pareja no usa Internet. Sin embargo, a través de esta red, han llegado viajeros que practican una tendencia turística conocida como wwoofing: “ir de granja en granja compartiendo tu tiempo y tu trabajo a cambio de un contacto directo con la tierra”.

Precisamente un curioso alemán está esta tarde. Ha pasado la Navidad con ellos y se está quedando unos días, porque al alemán le gusta esto del campo autosustentable, aunque no llegó por wwofing, sino porque alguien le comentó de esta familia. Hubo otra curiosa, una holandesa, que también los visitó hace un tiempo. Pero a la holandesa las ganas se le transformaron en un motivo, se compró un terreno al frente y está cultivando su comida.

Norma y Gastón están construyendo una comunidad ecológica con un par de vecinos que les siguen los pasos. Está la holandesa; un par de arquitectos que unos ocho kilómetros más allá tienen una casa con paneles solares; y un cineasta que también cultiva su granja. El mismo cineasta que tardó un par de años en convencerlos de algo a lo que, al final, no pudieron resistirse: una tele.

Algo tienen estos españoles que dan ganas de seguirlos, de quedarse a dormir al menos un día, o de cambiar, aunque sea una semana, la oficina por el arado a mano. Su modo de vivir tuvo sus fans en las Islas Canarias y acá también los están siguiendo. Probablemente porque el sistema es tan atrapante y la libertad, demasiado atractiva.


El choque con el mundo

Después de tomarme dos copas de rosé y comer dos pedazos de pan recién horneado con miel de las abejas de la granja -la más rica que he probado -, Norma, la de los rizos blancos, me invita a recorrer la granja.

Partimos por los árboles frutales y por unas matas con frambuesas que voy comiendo. Hay viveros, pajareras, gallineros, conejeras, un riachuelo con patos y al menos seis charcas con peces y flores de loto. Aurora, la de las fotos, saca una zanahoria de la misma tierra y me la da. Inti, el hermano más chico de 12 años, comienza a sacar más zanahorias y Norma lo reta, que ya basta, pues. Y me divierte pensar que a él lo regañen por sacar las zanahorias plantadas y que a mí, cuando chica, me hayan retado por sacar tanta coca-cola del refrigerador. No sé cómo lo hace una familia que no va más de tres veces al año al supermercado, cuando es extremadamente urgente. A buscar una ampolleta, por ejemplo.



Pero sobreviven de lo más bien.

Hay una quinta hija, la mayor, que prefirió la vida “normal” y se quedó en España cuando Norma y Gastón decidieron venirse. Ella es profesora de francés y allá dicta clases en un colegio. Pero su madre dice que está convencida que un día no muy lejano la hija mayor regresará, “cuando entienda que necesita asegurar su sobreviviencia con la naturaleza”. La convicción de Norma es firme pero también flexible. Sus cuatro hijos menores estudian en un colegio formal, aunque más bien porque ellos lo quisieron.

La tercera de las hijas, María, de 14 años, tiene unos rizos negros y es alta como su padre Gastón. María el año pasado cursó primero medio y eso hizo que Aurora -la de la zanahoria-, volviera a la escuela, porque antes estaba con exámenes libres. Le daba depresión ir al colegio, no le gustaba que sus amigas hablaran de carretes y chicos, se sentía rara, le daba una pena enorme y prefería estar en su casa leyendo y plantando la tierra. Norma la entendió de inmediato y le dijo que no se preocupara, que se quedara estudiando en casa. Yo recuerdo que mis papás me dejaban faltar al colegio sólo si estaba a punto de morir, o al menos con 40 grados de fiebre, y no puedo evitar envidiar ese relajo.

Es rico estar fuera del sistema, pienso. Pero también es cierto que de 100 personas en el mundo, 99 no viven como ellos. Aurora tendrá que acostumbrarse a todos esos “otros”.

José dice que, en su caso, sus amigos se habituaron a él. Que comprendieron su sistema de vida y que lo encuentran entretenido, lo van a visitar a la granja y lo llenan de preguntas. En cambio María, la de los rulos negros, dice que fue ella la que se acostumbró a sus amigas y que a veces sí habla de chicos y de carretes.



Cambio de hábito

Me quedo a solas conversando con Norma. Me dice que está en desacuerdo con la educación tradicional porque mantiene a los niños encarcelados 10 de 12 meses al año y me pregunta si yo era más feliz de niña estando de vacaciones o en el colegio. Yo insisto en que me gustaba ir al colegio, pero en el fondo, sí. Las vacaciones me gustaban más.

Norma me dice que las escuelas deberían ser en el campo. Que, por ejemplo, si le dijéramos a un niño que se interne en el bosque y “converse” con un árbol y que averigüe cuántas ramas tiene, qué tipo de frutos da, para qué sirve, si puede curar con sus hojas, el niño estaría aprendiendo lenguaje y matemáticas.

Yo estoy a punto de no volver a trabajar el lunes.

Hace cuatro años, el vecino cineasta convenció a Norma de que se compraran un televisor. En la sala de estar de la casa entera de madera y construida completamente por Gastón, el televisor francamente desentona. Pero los niños le exigieron un poco más de normalidad a sus padres y Norma compró el cuento de que se podían ver películas muy buenas y programas educativos. Así que cedieron. "Tengo la certeza de que la televisión es un arma que está en manos de los poderosos, que nos mandan mensajes subliminales para mantenernos a todos aborregados e ignorantes. Nos quieren dar las pautas para que todos tengamos la misma forma de vida. Que esa fuera la única forma de vivir que hay", me dice Gastón. Y Aurora le recuerda que igual no más que ve las noticias todos los días.

En eso, me voy al baño. De intrusa miro la ducha y noto que no hay champú. Nada de químicos ¿o acaso envenenaría a mi propia madre?, pienso.

Vuelvo a la salita y los cuatro niños están absortos. El televisor está encendido y ellos se ríen a carcajada limpia con Whoopi Goldberg. Están viendo una película en canal 13 que nunca habían visto antes: Cambio de Hábito. La misma que fue furor hace 15 años atrás, cuando estos niños vivían en una cueva.



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DANIELA GONZÁLEZ ALBORNOZ (Chile, 1982). Periodista de la Universidad Católica de Chile. Por un año y medio, trabajó tiempo completo en un periódico. Ahí se dio cuenta de que su vida no le estaba perteneciendo, y por eso se fue. Hoy trabaja en una universidad hasta las cuatro de la tarde, colabora con una revista de manera freelance y estudia para ser magíster en edición. En el fondo, sabe que no se escapará de las letras.
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2 comentarios:

  1. Llegué acá por una nota de Juan Pablo Meneses en El Mostrador. Me gustó el texto, tanto por el tema como por como está presentado.

    Saludos cordiales.

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  2. Me ha gustado el artículo, y la idea en sí es tentadora. Libertad.

    Mi parte favorita: "Norma me dice que las escuelas deberían ser en el campo. Que, por ejemplo, si le dijéramos a un niño que se interne en el bosque y “converse” con un árbol y que averigüe cuántas ramas tiene, qué tipo de frutos da, para qué sirve, si puede curar con sus hojas, el niño estaría aprendiendo lenguaje y matemáticas".

    Me encantaría conocer a esta familia.. Pero, como parte del sistema, tengo que pagar mi cuota para tener esa libertad que me permita viajar por el puro y simple placer de viajar.

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