Viaje a Mykonos.
Por Julieta Cuneo.
Para llegar a la estación de Bus de Mykonos, desde el puerto en el que nos acabamos de bajar del ferry, nos toca caminar mucho más de lo que habíamos pensado. Desde el barco el pueblo se veía chiquito, como todos los de las islas que venimos visitando, y así a ojo pelado a nadie se le ocurriría pensar que, para llegar de una punta a la otra, hace falta andar más de quince minutos.
Pero claro, a esta altura del viaje, Ury y yo estamos acostumbrados a la arquitectura tan encantadora como despistante de los pueblitos de las islas Cícladas que, haciendo muy buen honor al nombre que las agrupa, se desparraman en una pintoresca confusión de calles agostas que se empeñan en enroscarse sobre si mismas una y otra vez. “Oye tía, que no hemos pasado ya por esta esquina?” me pregunta Ury en simpático acento barcelonés y yo, que me jacto de tener un GPS instalado en el cerebro, contesto refunfuñando con un “no sé, no creo”, aunque en realidad está clarísimo que, por la esquina en cuestión, pasamos ya no una sino al menos cuatro veces, ida y vuelta.
Es hora de pedir indicaciones, entonces, y afortunadamente para los viajeros la amabilidad griega contrasta ampliamente con el caos cuasi indescifrable por el que nos toca circular.
Casitas blancas y balcones azules a izquierda y derecha nos llevan hasta Mateo, un señor con barba, bigote y un bronceado que le resta diez años, que está sentado leyendo el diario, tomando Frappé y fumando un marlboro en la puerta de su pequeño negocio pseudo hippie en el medio de la capital de la isla que se vendió al mundo con cara de postal.
Así, de lejos, Mateo encaja cómodamente en el molde con el que parecen estar hechos todos los locales: en Grecia fumar no es pecado (ni siquiera adentro de los lugares cerrados), y los griegos aman su tabaco tanto como la costumbre de pasarse el día tomando nescafé helado con pajita (suenan en mi cabeza campanas que dicen “mate”), mientras transcurren las horas al sol leyendo cuanta cosa les caiga en las manos. En ningún otro lugar del mundo debe estar tan desarrollado el sistema de la “biblioteca circulante” como a lo largo y ancho de las 9 mil islas e islotes que conforman el país: no hay hotel, hosteria, hostel, bar de playa ni plaza de pueblo que no cuente con su propia biblioteca en miniatura, cada una provista con variedad temática y linguística suficiente para satisfacer al lector más exigente. Está claro que las tardes en la playa, como muy bien saben los fabricantes de Best Sellers, es mejor pasarlas con un libro en la mano.
Mateo, decía antes, parece a lo lejos uno más de los típicos locales con los que nos vinimos topando hasta el momento. “Kalimera!” saludo, y procedo a preguntarle (a preguntar, por quinta vez en media hora) cómo se hace para llegar a Fabrika, la famosa estación en la que tenemos que tomarnos el bus que nos va a llevar a una playa cuyo nombre carece en modestia pero promete en grande: “Paradise Beach”.
Sin sacarse los anteojos ni despegar los ojos del libro, Mateo señala con un dedo perezoso y nos dice con acento forzado y tono de quien está aburrido de contestar las mismas preguntas cien veces por día “keep going straight, it's over there”. “I'm sorry, but there's no such a thing as “sraight” around here”, le contesto, harta ya de las indicaciones vagas y el tiempo de “paraiso” que nos estamos perdiendo por dar tanta vuelta en el purgatorio. Entonces el señor, con muchísima calma y para mi absoluta sorpresa, levanta muy lentamente la mirada y, sonriendo, me pregunta si nosotros “también” estamos perdidos. Que no, le digo, sino un poco confundidos. Le cuento que acabamos de llegar a Mykonos, que estamos mareados del ferry y las callejuelas, y que lo único que queremos mi amigo y yo es llegar de una vez al lugar que tan bien se vende en las guías de viaje.
“You don't need to go there yet”, dice, y nos invita a sentarnos en la entrada de su local, nos ofrece café helado y, después de convidarnos cigarrillos, me pregunta en italiano que qué hago viajando por la isla de los gays con mi novio español. Le contesto, también en italiano, que el que me acompaña no es mi novio sino mi amigo, que mi chico quedó en Dublin, el lugar donde vivo aunque soy argentina, y que el entorno gay -en vistas a que dejé al novio a más de mil kilometros y unos 20 grados celsius de distancia- me genera más bien un alivio que una preocupación.
“Molto bene”, dice Mateo. “Pero a mí Mykonos no me gusta nada, y les voy a contar por qué”. Me muero de curiosidad y Ury pobre, acostumbrado a mi manía de hablar con extraños, se entretiene mientras tanto mirando unas carpetas que se apilan desordenadas en el piso del local. Las carpetas, veo desde mi silla, contienen colecciones enteras de dibujos de todo tipo y color: mariposas, corazones, hadas, tatuajes, tribales, calaveras...estamos en un local de tatuajes, y este señor con pinta de abuelo que se dispone a declararnos los motivos de su desamor es nada más ni nada menos que el tatuador.
Ahora no sólo muero por escuchar su historia sino que, además, tengo la necesidad casi física de imprimirme algo en la piel. Tengo cinco tatuajes en el cuerpo y, hace rato, un sexto dando vueltas en la cabeza. Uno en griego, una frase filosófica, casi una especie de cliché, supongo, pero no puedo evitar de pensar que, si hay un momento adecuado para hacémermelo, necesariamente tiene que ser este, y en este preciso lugar.
“Yo me llamo Mateo, soy romano, y no vivo en este lugar. Odio este lugar”, empieza el tatuador, y antes de que siga le propongo un trato: “yo me llamo Julieta, y me quiero tatuar”, le digo. El arreglo es que él me cuente todo lo que tenga ganas pero, mientras tanto, yo le ofrezco mi muñeca para que, a fuerza de aguja y tinta, me estampe las dos palabras en las que no puedo dejar de pensar.
“Va bene, bella. Come vuoi”, dice calzándose las gafas de aumento y preparando mientras me habla los implementos necesarios para la operación.
Mateo es romano de pura cepa, y me divierte escucharlo hablar porque, a diferencia de los griegos, que son humildes y amigables a pesar de descansar en un pasado cultural todavía más épico que el de sus pares italianos, los romanos sufren de un delirio de grandeza imperial a prueba de cualquier cosa: se sienten el centro del mundo, se comportan como tales y, especialmente en este caso, se esfuerzan cuanto pueden en demostrar que la suya, y ninguna ota, es la Verdad de la historia de la humanidad.
“Yo trabajé muchos años como azafato para Alitalia”, entona Mateo, y me dispongo a escucharlo mientras lo acompaña de fondo el “ppppzzzzz” de la aguja que, a esta altura de mi vida, me resulta ya de lo más familiar. “Con Alitalia viajé por todo el mundo: Asia, America, Sudamérica...a Argentina fui muchas veces, tengo parientes en algún lugar de Buenos Aires, creo, pero nunca los llegué a conocer. Hace poco le escribieron a mi hija, dicen que necesitan papeles de mi madre para tramitar la ciudadanía. Pero qué se yo dónde están los papeles de mi madre!!! Yo viajé por todo el mundo, capisci? Y cuando uno viaja no se puede dar el lujo de cargar con cosas, y mucho menos de guardar papeles viejos...dónde los voy a guardar? Y para qué?”
Siento la aguja penetrándome la piel, veo como la tinta empieza a dejar marcas y espero en vano el dolor que generalmente acompaña al proceso, pero nunca llega. No lo puedo creer.
Mateo me gusta, habla con el tono serio y dramático de los abuelos italianos, pero calza Havaianas y, por debajo de las mangas de la remera, veo que se asoman figuras varias: un ancla y una frase en latín en el brazo derecho; la punta de un dibujo que no alcanzo a ver en el izquierdo. Necesito saber cómo es que un azafato de Alitalia terminó haciéndole tatuajes a viajeros perdidos en el medio de Mykonos y me apuro a retomar la conversación original: “Y por qué no te gusta Grecia?”, le pregunto.
“Claro que me gusta Grecia. Me gusta mucho Grecia. Cuando terminé con Alitalia me vine a vivir a Creta, al pueblo de Mátala. Fueron a Creta ustedes?”. Claro que fuimos. Creta fue el lugar donde empezamos el viaje, hace ya casi dos semanas, y Mátala el primer lugar al que llegamos con nuestro jeep de alquiler. Mátala, además de ser un pueblito minúsculo, al sur de Creta, con una población de 100 habitantes, es famoso por las grutas antiquísimas que se asoman sobre la playa y que, según cuenta la historia, funcionaron en un principio como tumbas romanas y después, más de 1500 años más tarde, como morada para un grupo de hippies de los de antes, que un buen día decidieron apropiarse del paisaje y las instalaciones y fundaron una comunidad playera en el lugar. No me cuesta mucho imaginarme a un Mateo post-Alitalia, aburrido de viajar por el mundo, yéndose a vivir a una gruta con vista a la costa de África.
“Creta es un paraíso, un lugar único, mágico...pero esto, Mykonos, y todos estos lugares, están arruinados por los turistas, los americanos, la prensa, y esas malditas guías que los traen a todos pensando que, porque están de vacaciones, pueden venir a arruinar el lugar. Pero a mi no me importa, este no es mi lugar, ni mi negocio, ni mi ocupación”, resume Mateo, y yo bajo la vista para controlar que, en el fervor de la declaración, al tatuador que resultó no serlo no se le haya chanfleado el pulso. Parece estar todo bajo control. Me relajo.
En ese momento, por la puerta del local escucho entrar a tres yanquis que parecen haberse escapado de un manual: gorra de NY para atrás, zapatillas de skater y trajes de baño que a duras penas parecen poder mantenerse en su lugar. “We want to get our tongues pierced”, dice el macho alfa del grupo. Ignorándolo por completo, Mateo prosigue con su monólogo:”Ves lo que te digo? Me aburre esto. Y me aburre hacer piercings”. Con un “No tengo las agujas necesarias” despacha a los yanquis, que parten desilusionados, y después de eso se queda callado un rato. Parece estar meditando sobre lo que me acaba de decir.
“Y entonces por qué estás aca?”, no puedo evitar preguntarle, intrigadísima. Y entonces él, sin levantar la vista, me cuenta que gracias a esos turistas, y a esos “yanquis caprichosos que quieren un piercing de verano”, y a esos griegos que se aprovechan sin escrúpulos de todos ellos, Mykonos es la isla más cara de todo el archipiélago. “Y con la plata que hago aca en un par de meses, bella mia, vivo en Mátala feliz, el resto del año. Capisci?” me dice con un guiño y una sonrisa.
Y claro que capisco. Mientras termina de hablar, Mateo remata mi nuevo tatuaje. “Todo fluye”, dice mi muñeca, y para cada uno, pienso, en este mundo tiene que haber un lugar. Mateo sufre tres meses en Mykonos para poder pasar el resto del año en su paraíso personal, y a nosotros ya nos toca seguir el camino para llegar, de una buena vez, al que elegimos para vacacionar.
Afuera, de vuelta en el laberinto de callecitas blancas, me espera Ury: “Vamos tía, la estación queda para allá. Y apura que hoy por la noche en el paraíso hay una fiesta del Ministry.
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